Se detuvo, colócose los anteojos en la punta de la nariz, resopló, se dio
vuelta y respondió:
-Buen día, muchacho.
-¿No quiere que lo ayude?
Mis ojos devoraban los cabitos de vela.
-Solamente si quieres molestar. ¿No fuiste a clase hoy?
-Sí, fui. Pero la profesora no vino. Estaba con dolor de dientes.
-¡Ah!
Nuevamente se dio vuelta y se colocó otra vez los anteojos sobre la
punta de la nariz.
-¿Qué edad tienes, muchacho?
-Cinco; no, seis años. Seis no, en realidad cinco.
-¿En qué quedamos, cinco o seis? Pensé en la escuela y mentí.
-Seis.
-Pues con seis años ya estás en buena edad para comenzar el
Catecismo.
-¿Yo puedo?
-¿Por qué no? Solamente tienes que venir todos los jueves a las tres de
la tarde. ¿Quieres venir?
-Depende. Si usted me da los cabitos de vela, vengo.
-¿Y para qué los quieres? El diablo me había musitado una cosa.
Nuevamente mentí.
-Es para encerar el hilo de mi barrilete para que quede más fuerte.
-Entonces llévalos.
Reuní los pedacitos y los metí en medio de la bolsa, junto con los
cuadernos y las bolitas. Deliraba de alegría.
-Muchas gracias, don Zacarías.
-Escucha bien, ¿eh? El jueves.
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