Quizá había venido a hacerse lustrar los zapatos por lo que sucediera
tres días antes...
Sentir el dinero en el bolsillo me dio cierto ánimo que no duró mucho; ya
eran más de las dos de la tarde, la gente charlaba por las calles, ¡y nada!
Nadie, ni para sacarles el polvo y soltar unas monedas.
Me puse cerca de un poste de la Río-San Pablo, y de vez en cuando
soltaba mi voz finita:
-¡Se lustra, patrón! ¡Lústrese para ayudar a la Navidad de los pobres!
Un coche de rico se detuvo cerca. Aproveché para gritar, sin ninguna
esperanza.
-Deme una manita, doctor. Aunque solo sea para ayudar a la Navidad
de los pobres.
La señora, bien vestida, y los niños sentados atrás, se quedaron
mirándome, mirando. La señora se conmovió.
-Pobrecito, tan chico y tan pobrecito. Dale algo, Arturo.
El hombre me examinó con desconfianza.
-Ese es un pícaro, y de los bien vivos. Está aprovechándose de su edad
y del día.
-Aunque así sea, yo le voy a dar. Ven acá, chiquito.
Abrió la cartera y estiró la mano por la ventanilla.
-No, señora, gracias. No estoy mintiendo. Solamente quien lo necesita
mucho trabaja en Navidad.
Tomé mi cajoncito, lo colgué en mi hombro y me fui caminando
despacito. Ese día no sentía fuerzas ni Para tener rabia.
Pero la puerta del coche se abrió y un niño echó a correr detrás de mí.
-Toma. Te manda decir mi mamá que no cree que seas un mentiroso.
Me puso otros cinco cruzeiros en el bolsillo y ni esperó que le
agradeciera... Solamente escuché el rugido del motor que se alejaba.
Ya habían pasado cuatro horas y yo continuaba con los ojos de papá
martirizándome.
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