El calor aumentó y la correa del cajoncito me hacía doler el hombro; fue
necesario cambiarlo de posición. Sentí sed y fui a beber en el grifo del
Mercado.
Me senté en el umbral de la Escuela Pública, que en breve habría de
recibirme. Dejé el cajoncito en el suelo y me desanimé. Recosté la cabeza
en las rodillas, como un muñeco, y así me quedé, sin ganas de nada.
Después escondí la cara entre las rodillas, cubriéndolas con mis brazos. Era
mejor morir antes que volver a casa sin lo que pretendía.
Un pie golpeó mi cajón y una voz conocida y amiga me llamó:
-¡Eh!, lustrador, el que duerme no gana dinero.
Levanté la cara sin creerlo. Era don Coquito, el portero del Casino. Puso
un pie y primero le pasé la franela. Después mojé el zapato y lo sequé. Y
luego comencé a pasar la pomada con todo cuidado.
-Por favor, ¿puede levantar un poco el pantalón? Obedeció mi pedido.
-¿Lustrando hoy, Zezé?
-Nunca necesité tanto como hoy.
-¿Y qué tal fue la Nochebuena?
-Regular.
Golpeé con el cepillo en el cajón y cambió de pie. Repetí la maniobra y
entonces comencé a lustrar. Cuando terminé, golpeé en el cajón y retiró el
pie.
-¿Cuánto es, Zezé?
-Dos cruzeiros.
-¿Por qué solamente dos? Todos cobran cuatro.
-Solamente cuando sea un buen lustrador podré cobrar tanto. Por
ahora, no.
Sacó cinco cruzeiros y me los dio.
-¿No quiere pagarme después? No trabajé nada hasta ahora.
-Quédate con el vuelto por ser Navidad. Hasta luego.
-Felices fiestas, don Coquito.
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