Yo me había levantado y hacía barullo en la cama.
-¿Adonde vas, Zezé?
-Voy a poner mis zapatillas del otro lado de la puerta.
-No las pongas. Es mejor.
-Las voy a poner, sí. A lo mejor sucede un milagro. ¿Sabes una cosa,
Totoca? Quisiera un regalo. Uno solo. Pero que fuese algo nuevo. Solo para
mí...
Miró para el otro lado y enterró la cabeza debajo de la almohada.
***
En cuanto me desperté llamé a Totoca.
-¿Vamos a ver? Yo digo que hay algo.
-Yo no iría a ver.
-¡Pues sí voy!
Abrí la puerta del dormitorio y, para decepción mía, las zapatillas
estaban vacías. Totoca se acercó, limpiándose los ojos.
-¿No te lo había dicho?
Diversas sensaciones, entremezcladas, se acumularon en mi alma. Era
odio, rebelión y tristeza. Sin poder contenerme exclamé:
-¡Qué desgracia es tener un padre pobre!...
Desvié mis ojos de las zapatillas hacia otras que estaban detenidas
frente a mí. Papá se hallaba de pie, mirándonos. La tristeza había hecho
enormes sus ojos. Parecía que habían crecido tanto, pero tanto, que
cubrirían toda la pantalla del cine Bangú. Había en sus ojos una tristeza
dolorida, tan fuerte, que aun queriendo llorar no lo hubiera logrado. Se quedó
un minuto, que no acababa nunca, mirándonos; después pasó a nuestro
lado, en silencio. Estábamos paralizados, sin poder decir nada. Tomó el
sombrero que estaba sobre la cómoda y se fue de nuevo para la calle. Sólo
entonces Totoca me tocó el brazo.
-Eres malvado, Zezé. Malvado como una serpiente. Por eso es que...
Calló emocionado.
-No vi que estaba allí.
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