Llegamos junto al gallinero viejo. Adentro, las dos gallinitas claras
estaban picoteando; la vieja gallina negra era tan mansa que hasta se le
podían hacer cosquillas en la cabeza.
-Primero vamos a comprar las entradas. Dame la mano, que los niños
pueden perderse en esta multitud. ¿Ves cómo está de lleno los domingos?
Miraba y comenzaba a ver gente por todas partes, y apretaba más mi
mano.
En la taquilla empiné hacia adelante la barriga y escupí para darme
mayor importancia. Metí la mano en el bolsillo y pregunté a la vendedora:
-¿Hasta qué edad no pagan los niños?
-Hasta los cinco años.
-Entonces, una de adulto, por favor.
Tomé dos hojitas de naranjo como billetes, y fuimos entrando.
-Primero, hijo mío, vas a ver la belleza de las aves. Mira, papagayos,
loros y "ararás" de todos los colores. Aquellas de plumas de diferentes
colores son las "ararás" arco iris.
Y él agrandaba los ojos, extasiado.
Caminábamos despacio, viéndolo todo. Tantas cosas, que hasta vi que
detrás de todo Gloria y Lalá estaban sentadas en un banco, pelando
naranjas. Los ojos de Lalá me miraban de una manera... ¿Ya lo habrían
descubierto? En ese caso, este Jardín Zoológico iría a terminar en grandes
chinelazos en el trasero de alguien. Y ese alguien únicamente podía ser yo.
-Y ahora, Zezé, ¿qué vamos a visitar?
Nuevo escupitajo y pose:
-Vamos a pasar por las jaulas de los monos. Tío Edmundo siempre los
llama simios.
Compramos algunas bananas y las arrojamos a los animales. Sabíamos
que eso estaba prohibido, pero como había tanta gente los guardianes ni se
daban cuenta.
-No te acerques mucho, porque te van a tirar las cáscaras de banana,
muchachito.
-Lo que yo quería era ver enseguida a los leones.
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