lentamente uno por uno. Cada trencito venía lleno de gente conocida. Había
un botón negro que era el tranvía del moreno Biriquinho. A veces se oía una
voz de la otra quinta.
-¿No estás arruinando mi cerca, Zezé?
-No, doña Dimerinda. Puede mirar.
-Así me gusta. Que juegues quietecito con tu hermano. ¿No es mejor
así?
Quizá fuese más bonito, pero en el momento en que mi "padrino", el
travieso me empujaba, nada podía haber más lindo que hacer diabluras...
-¿Usted me va a dar un almanaque para Navidad, como el año pasado?
-¿Y qué hiciste con el que te di el año pasado?
-Está adentro, puede ir a ver, doña Dimerinda. Está sobre la bolsa del
pan.
Ella se rió y me prometió que sí. Su marido trabajaba en el depósito de
Chico Franco.
El otro juego era Luciano. Luis, al comienzo, tenía mucho miedo de él y
me pedía, por favor, tirándome de los pantalones, que volviéramos. Pero
Luciano era un amigo. Cuando me veía lanzaba fuertes chillidos. Tampoco
Gloria lo quería y decía que los murciélagos son como los vampiros, que
chupan la sangre de los niños.
-No, Godóia. Luciano no es así. Es un amigo. El me conoce.
-Con esa manía que tienes por los bichos y por hablar con las cosas. . .
Costó mucho convencerla de que Luciano no era un bicho. Luciano era
un avión que volaba por el "Campo dos Alfonsos".
-Mira, Luis.
Y Luciano daba vueltas alrededor de nosotros, feliz, como si
comprendiera de qué se hablaba. Y realmente comprendía.
-Es un aeroplano. Está haciendo. . . Ahí me trababa. Necesitaba pedirle
nuevamente a tío Edmundo que me repitiese esa palabra. No sabía si era
acrobacia, acorbacia, o arcobacia. Pero era una de ellas. Y yo no quería
enseñarle a mi hermano nada equivocado.
Y ahora él quería el Jardín Zoológico.
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