Abrí los ojos y en la semioscuridad estaba Gloria, que no se alejaba de
mi lado. Había traído el sillón-hamaca a la habitación, y muchas veces se
adormecía de cansancio.
-Godóia, ¿ya es la tarde?
-Casi la tarde, corazón.
-¿Quieres abrir la ventana?
-¿No te va a doler la cabeza?
-Creo que no. .....
La luz entró y se vio un pedazo de lindo cielo. Lo miré y de nuevo
comencé a llorar.
-¿Qué es eso, Zezé? Un cielo tan lindo, tan azul, que el Niño Dios hizo
para ti. . . El me lo dijo hoy.
No entendía lo que el cielo significaba para mí.
Se recostaba cerca de mí, tomaba mis manos y hablaba tratando de
animarme.
Su rostro estaba abatido y flaco.
-Mira, Zezé, dentro de poco estarás sano. Soltando cometas, ganando
ríos de bolitas, subiendo a los árboles, montando a Minguito. Quiero verte
como antes, cantando canciones, trayéndome folletos de música. ¡Haciendo
tantas cosas lindas! ¿Viste cómo está de triste la calle? Todo el mundo
siente tu falta y tu alegría. . . Pero tienes que ayudar. Vivir, vivir y vivir.
-Sabes, Godóia, es que no quiero vivir más. Si me sano voy a volver a
ser malo. No me entiendes. Pero ya no tengo para quién ser bueno.
-Bien, pero no necesitas ser siempre tan bueno. Continúa siendo un
niño, una criatura como siempre fuiste.
-¿Para qué, Godóia? ¿Para que todo el mundo me pegue? ¿Para que
todo el mundo me martirice?. . . Tomó mi cara entre sus manos y dijo,
resuelta:
-Mira, Gum. Te juro una cosa. Cuando te sanes, nadie, nadie, ni
siquiera Dios, va a poner las manos sobre ti. Solamente si antes pasan por
sobre mi cadáver. ¿Me crees?
Hice un signo afirmativo.
136