sala de la directora continué corriendo. Alcancé la calle y me olvidé de la
carretera Río-San Pablo, de todo. Lo único que quería era correr, correr y
llegar allá. Mi corazón me dolía más que el estómago y corrí por toda la calle
de las Casitas sin parar. Llegué a la confitería y pasé la vista por los
automóviles para ver si Jerónimo había mentido. Pero nuestro coche no se
encontraba allí. Solté un gemido y volví a correr. Fui sujetado por los fuertes
brazos de don Ladislao.
-¿Adonde vas, Zezé?
Las lágrimas mojaban mi rostro.
-Voy allá.
-No debes ir.
Me retorcí como un loco, pero sin conseguir librarme de sus brazos.
-Quédate tranquilo, hijo. No te dejaré ir allá.
-Entonces el Mangaratiba lo mató...
-No. La asistencia ya llegó. Solo se arruinó mucho el coche.
-Usted me está mintiendo, don Ladislao.
-¿Por qué iba a mentirte? ¿No te conté que el tren agarró al automóvil?
Pues bien, cuando pueda recibir visitas en el hospital te llevaré, lo prometo.
Ahora vamos a tomar un refresco.
Tomó un pañuelo y me enjugó el sudor.
-Preciso vomitar un poco.
Me recosté en la pared y él me ayudó teniéndome la cabeza.
-¿Estás mejor, Zezé?
Hice que sí con la cabeza.
-Voy a llevarte a tu casa, ¿quieres?
Dije que no con la cabeza y me fui caminando lentamente, desorientado
por completo. Sabía toda la verdad. El Mangaratiba no perdonaba nada. Era
el tren más fuerte que había. Vomité dos veces más y pude ver que nadie se
molestaba. Que ya no había nadie en mi vida. No volví a la escuela; fui
siguiendo lo que el corazón me mandaba. De vez en cuando sollozaba y
enjugaba mi rostro en la blusa del uniforme. Nunca más volvería a ver a mi
Portuga. Nunca más; él se había ido. Fui caminando, caminando. Paré en la
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