-¿No hablabas con ninguno de ellos, ni podías montar a caballo,
Portuga?
-Con ninguno.
-Pero ¿no eras un niño, entonces?
-Sí. Pero no todos los chicos tienen la felicidad que tú tienes, de
entenderte con los árboles. Además, no a todos los árboles les gusta hablar.
Se rió afectuosamente y prosiguió:
-Tampoco se trataba de árboles, sino de parras, y antes de que me
preguntes qué son, te voy a explicar: Parras son los árboles de las uvas. De
donde nacen las uvas. Son gruesas trepadoras. ¡Qué bonito es cuando
llegan las vendimias (él explicó cómo eran) y el vino que se hace en el lagar
(nueva explicación)!. . .
Por la manera en que iban ocurriendo las cosas, sabía explicar con gran
sabiduría. Tan bien como tío Edmundo.
-Cuenta más.
-¿Te gusta?
-Mucho. ¡Si yo pudiera conversar contigo ochocientos cincuenta y dos
mil kilómetros sin parar!
-¿Y la gasolina para tamaño recorrido?
-Sería la de gastos diarios.
Entonces contó cosas del "capin"* que se trasforma en heno en el
invierno, y de la fabricación de los quesos. Es decir, quesos no, "queisos",
porque él cambiaba mucho la música de las palabras, aunque yo pensaba
que les daba mayor musicalidad.
*Planta gramínea forrajera (N. de la T.).
Dejó de contar y lanzó un gran suspiro. . .
-Me gustaría volver allá muy pronto. Tal vez para esperar calmosamente
mi vejez, en un lugar de paz y encantamiento. Folhadela, cerquita de
Monreal, en mi más bello lugar tramontano.
Solamente entonces me di cuenta de que Portuga era mayor que papá,
aunque su cara gorda estuviese menos arrugada, brillando siempre. Una
cosa rara pasó dentro de mí.
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