-Mucho más de lo que te imaginas. Es un chiquilín maravilloso e
inteligente.
Fue hasta el coche y se sentó.
-¿Adonde quieres ir?
-Solamente salir de aquí. Podríamos ir hasta el camino de Murundu. Es
cerca y no se gasta mucha gasolina.
Se rió.
-¿No eres demasiado niño para entender esos problemas de los
grandes?
Allá en casa la pobreza era tanta que desde muy temprano uno
aprendía eso de no gastar en cualquier cosa. Todo costaba dinero. Todo era
caro.
Durante el pequeño viaje, no dijo nada. Dejaba que recuperara. Pero
cuando todo se fue perdiendo y el camino iba trasformándose en una
maravilla de verdes pastos, paró el coche, me miró y sonrió con esa bondad
que colmaba lo que faltaba de bondad en el resto del mundo.
-Portuga, mírame la cara. Cara no, hocico. En casa dicen que yo tengo
hocico, porque no soy gente sino bicho; soy indio Pinagé e hijo del diablo.
-Prefiero mirar tu cara.
-Pero mírame bien. Mira cómo todavía estoy hinchado de tantas palizas.
Los ojos del portugués adquirieron una expresión de inquietud y de
pena.
-Pero, ¿por qué te hicieron eso?
Le fui contando todo, todo, sin exagerar una palabra. Cuando terminé,
sus ojos estaban húmedos y no sabía qué hacer.
-Pero no pueden pegarle tanto a una criatura como tú. Aún no cumpliste
los seis años. ¡Virgen mía de Fátima!
-Yo sé por qué. No sirvo para nada. Soy tan malo que cuando llega la
Navidad sucede que, en vez de nacer el Niño Jesús, ¡nace el Niño-Diablo!...
-Esas son tonterías. Todavía eres un angelito. Puedes ser un poco
travieso...
Aquella idea fija volvió a atormentar mi mente.
112