dejarlo subir y bajar los cien trencitos todo el día. Lo miraba con una ternura
inmensa, porque cuando era criatura como él también me gustaba eso...
Gloria estaba muy preocupada con mi silencio. Ella misma me traía mi
montaña de figuritas, mi bolsa con bolitas, y a veces yo ni jugaba. No tenía
ganas de ir al cine ni de salir a lustrar zapatos. La verdad es que no
conseguía dejar de estirar mi dolor de adentro. De bichito golpeado
malvadamente, sin saber por qué....
Gloria preguntaba por mi mundo de fantasías.
-No están; se fueron lejos....
Por supuesto que me refería a Fred Thompson y a los otros amigos.
Pero ella nada sabía de la revolución que se realizaba dentro de mí. Lo
que había resuelto. Iba a cambiar de películas. ¡No más películas de
cowboys, ni de indios ni de nada! De ahora en adelante solo iría a ver
películas de amor, como las llamaban los grandes. Con muchos besos,
muchos abrazos y donde todo el mundo se quisiera. Ya que solamente
servía para recibir golpes, por lo menos podría ver a otros quererse.
Llegó el día en que ya podía ir a la escuela. Pero no fui a ella. Sabía
que el Portuga había pasado una semana esperando con "nuestro" coche, y
naturalmente solo volvería a esperarme cuando le avisara. Debía de estar
muy preocupado con mi ausencia. Aunque me supiera enfermo no vendría a
verme. Nos habíamos dado palabra, habíamos hecho un pacto de muerte
con nuestro secreto. Nadie, solo Dios, debería conocer nuestra amistad.
Junto a la confitería, frente a la Estación, estaba el coche, tan lindo,
detenido. Nació el primer rayo de sol de alegría. Mi corazón se adelantó a mí
cabalgando sobre mi nostalgia. ¡Iba a ver a mi amigo!
Pero en ese momento una fuerte pitada me dejó todo tembloroso, al
sonar en la entrada de la Estación. Era el Mangaratiba. Violento, orgulloso,
dueño de todos los rieles. Pasó volando, haciendo zangolotear los vagones.
Las personas miraban desde las ventanitas. Todos los que viajaban eran
felices. Cuando era más chico me gustaba quedarme viendo pasar al
Mangaratiba, y decir adiós a los pasajeros hasta no terminar nunca. Hasta
que el tren desaparecía en el horizonte. Hoy quien pasaba por algo
semejante era Luis.
Lo busqué entre las mesas de la confitería y allí estaba. En la última
mesa, para poder ver a los clientes que llegaban. Se hallaba de espaldas,
sin saco y con el lindo chaleco de cuadros, dejando escapar las mangas
blancas de la camisa limpia.
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