-Ya dije que no quería que anduvieras en su compañía.
El no me había dicho nada. Creo que ni siquiera sabía que trabajaba de
ayudante de cantor.
-Repite de nuevo la canción
-Es un tango de moda.
Yo quiero una mujer desnuda...
Estalló una bofetada en mi cara.
-Canta de nuevo.
Yo quiero una mujer desnuda...
Otra bofetada, otra, y otra más. Las lágrima, sin querer, saltaban de mis
ojos.
-Vamos, continúa cantando.
Yo quiero una mujer desnuda...
Mi rostro casi no se podía mover, era arrojado a uno y otro lado. Mis
ojos se abrían y volvían a cerrarse bajo el impacto de las bofetadas. No
sabía si tenía que parar o que obedecer... Pero en mi dolor había resuelto
una cosa. Sería la última paliza que soportaría; la última, aunque para eso
tuviera que morir.
Cuando paró un poco y mandó que cantara, no canté. Lo miré con un
desprecio enorme y le dije:
-¡Asesino!... Mátame de una vez. La cárcel está ahí para vengarme.
Loco de furia, entonces se levantó del sillón hamaca. Se desabotonó el cinto.
Aquel cinto que tenía dos hebillas de metal y comenzó a insultarme,
apoplético; llamándome perro, porquería, inútil, vagabundo, si ésa era la
forma de hablarle al padre...
El cinto silbaba con una fuerza ter &