Esa noche papá no había salido. No había nadie en casa, salvo Luis,
que ya dormía. Mamá debería de estar llegando del centro. Algunas veces
hacía guardia en el Molino Inglés y la veíamos los domingos.
Yo había resuelto quedarme cerca de papá porque así no haría ninguna
travesura. El estaba sentado en su sillón hamaca y miraba vagamente la
pared. Su cara siempre con barba. Su camisa no siempre muy limpia.
Seguro que no había salido a jugar con los amigos porque no tenía dinero.
Pobre papá, debía ser triste saber que era mamá la que trabajaba para
ayudar a mantener la casa. Lalá ya había entrado a la Fábrica. Debía de ser
duro ir a buscar un montón de empleos y volver desanimado siempre por la
misma respuesta: "Precisamos una persona más joven"...
Sentado en el umbral de la puerta, yo contaba las lagartijas blancuzcas
de la pared y desviaba la vista para mirar a papá.
Solamente en aquella mañana de Navidad lo había visto tan triste.
Necesitaba hacer alguna cosa por él. ¿Y si cantara? Podría cantar bien
bajito, y eso seguramente que lo iba a mejorar. Repasé en la cabeza mi
repertorio y me acordé de la última canción que aprendiera con don
Ariovaldo. El tango; el tango era una de las cosas más bonitas que yo
escuchara. Comencé bajito:
Yo quiero una mujer desnuda,
¡Bien desnuda la quiero tener....
De noche al claro de Luna
Quiero el cuerpo de esa mujer...
-¡Zezé!
-Sí, papá.
Me levanté rápidamente. A papá le debía de estar gustando mucho y
querría que fuera a cantarla más cerca.
-¿Qué estás cantando?
Repetí.
Yo quiero una mujer desnuda...
-¿Quién te enseñó esa canción?
Sus ojos habían adquirido un brillo pesado, como si fuera a volverse
loco.
-Fue don Ariovaldo.
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