Pegó su cara a la mía. Sus ojos despedían rayos.
-Repite eso si tienes coraje. Pronuncié bien las sílabas:
-¡Pu-ta! ¡Pros-ti-tu-ta!
Agarró la mano de cuero de encima de la cómoda y comenzó a
pegarme sin piedad. Me volví de espaldas y escondí la cabeza entre las
manos. El dolor era menor que mi rabia.
-¡Puta! i Puta! i Hija de una puta!...
Ella no paraba y mi cuerpo era un solo dolor de fuego. En eso entró
Antonio. Y corrió en ayuda de mi hermana, que ya estaba comenzando a
cansarse de tanto pegarme.
-¡Mata, asesina! ¡La cárcel está ahí para vengarme!
Y ella pegaba, pegaba hasta el punto de que yo había caído de rodillas,
apoyándome en la cómoda.
-¡Puta! ¡Hija de puta!
Totoca me levantó y me puso de frente.
-Cállate la boca, Zezé, no puedes insultar así a tu hermana.
-Ella es una puta. Asesina. ¡Hija de puta!
Entonces él comenzó a pegarme en la cara, en los ojos, en la nariz, en
la boca. Sobre todo en la boca.
Mi salvación fue que Gloria escuchara. Estaba en lo del vecino,
conversando con doña Rosena, y vino volando, atraída por la gritería. Entró
en la sala como un huracán. Gloria no era para jugar, y cuando vio que la
sangre mojaba mi cara apartó a Totoca hacia un lado y ni le importó que
Jandira fuera la mayor, alejándola de un empujón. Yo yacía en el suelo, casi
sin poder abrir los ojos y respirando con dificultad. Me llevó al dormitorio. Yo
ni lloraba, pero en cambio el rey Luis, que se había escondido en el
dormitorio de mamá, hacía un barullo terrible.
Gloria protestaba:
-¡Un día de éstos ustedes matan a esta criatura y quiero ver qué pasará!
Son unos monstruos sin corazón.
Me había acostado en la cama e iba a buscar la santa palangana de
salmuera. Totoca entró bastante confundido en el dormitorio. Gloria lo
empujó.
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