-¿Qué, mi hijo?
Empujó los anteojos hacia la punta de la nariz, como hace toda la gente
vieja.
-¿Cuándo aprendiste a leer?
-Más o menos a los seis o siete años de edad.
-¿Y alguien puede leer a los cinco años?
-Poder puede. Pero a nadie le gusta hacer eso cuando todavía es muy
pequeño.
-¿Cómo aprendiste a leer?
-Como todo el mundo, en la cartilla. Diciendo "B" más "A": "BA".
-¿Todo el mundo tiene que hacerlo así?
-Que yo sepa, sí.
-¿Pero todo, todo el mundo, sí?
Me miró intrigado.
-Mira, Zezé, todo el mundo necesita hacer eso. Y ahora déjame terminar
la lectura. Ve a ver si hay guayabas en el fondo de la quinta.
Colocó los anteojos en su lugar e intentó concentrarse en la lectura.
Pero no salí de mi rincón.
-¡Qué pena!. . .
La exclamación sonó tan sentida que de nuevo se llevó los anteojos
hacia la punta de la nariz.
-No puede ser, cuando te empeñas en una cosa. . .
-Es que yo vine de casa y caminé como loco solamente para contarte
algo. . .
-Entonces vamos, cuenta.
-No. Así no. Primero quiero saber cuándo vas a cobrar la jubilación.
-Pasado mañana.
Sonrió suavemente, estudiándome.
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