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Mantuvimos distancia por un considerable lapso de tiempo. Cada quien había empacado sus cosas en cajas
de cartón sobre fletes de mudanza. El silencio fue la música muerta de nuestra despedida. Alguien debería
Cuando leyó parte de las crónicas que yo había extraído de mi diario casi me pegaba por haberme expuesto
tantas veces al peligro. Su voz decía: “tu ímpetu y voluntad por haber vivido esas aventuras es admirable, solo
no las hagas mientras esté contigo; a veces pienso que te puede pasar algo si repites esto.” La preocupación era
visible en su cuerpo, pero yo no entendía por qué. Los labios de Marco cambiaron de tonalidad hasta volverse
del blanco del plástico de los ventiladores, del cielorraso de algunas casas, del color del yeso que resana
las grietas de una pared dañada. Le dije que esas eran experiencias del pasado que me hacían más fuerte
ahora, las posibilidades de violación o de asalto por parte de camioneros y desconocidos ya no importaban.
A veces pensaba que mis respuestas, en conjunto con una mirada glacial e indiferente que seguramente
no podía esconder, estaban cargadas con un sarcasmo especial dirigido sólo a él. Ahora, en el presente, el
recuerdo de esa sensación es mucho más claro. Mis oídos solo percibían el tono y el timbre ajustados a
expresar subestimación o ironía. Solo lograba escuchar la negatividad de las palabras.
Marco siempre aceptaba con sinceridad mis cuentos. Tomaba las hojas y se escondía adentro del baño o en el
patio trasero de la casa, en medio del olor a pasto húmedo; me decía que le encantaba como mis personajes
eran tan vívidos en ese fragmento de realidad que yo había creado. Supongo que observaba el empeño que le
ponía a cada pieza, a la personalidad de cada uno. Una vez se rio por horas con una historia de un mariguano
que se queda encerrado en su baño y por desesperación y síndrome de abstinencia perforaba una lata de
aromatizante Glade que le reventaba la cara de la explosión; la policía encuentra al fumeta inconsciente, sin
un centímetro de piel sobre la cara achicharrada, pero con la lata con rastros de mariguana quemada en una
mano y un encendedor en la otra.
Busqué varias maneras de perfeccionar mi relato. Nunca me había pasado antes, tal vez por el hecho de que
No le dije que esa paz que habíamos construido juntos se convulsionó en mi mente. Debí de haberlo hecho.