16 de febrero- “Red Rubber Ball”
“¿Qué harías en una primera cita?” Recordaba esta pregunta, como una daga en mi
columna, una chica tiempo atrás me hizo esta pregunta, ¿sobre qué contexto?
Adivínalo, no es difícil. Mi respuesta fue directa y con el corazón, en otras palabras,
simple: “iría a dar una vuelta con ella” dije yo, a lo que se me replicó, “¡qué cutre!” Por
supuesto, esa no era mi última palabra así que contesté: “Es que a mí me da igual
adónde ir, siempre que esté ella” ¿Adivinas qué respondió? Un segundo y sonoro “Qué
cutre”. El romanticismo ha muerto.
¡Voto al diablo!, que nerviosos estaba, después de días de encontrármela sin cesar por
fin había conseguido su número, y ¡habíamos quedado!, una cita con ella, estaba tan
nervioso, eran las cuatro de la tarde ¡y yo llevaba desde las dos buscando algo que
ponerme! Por suerte todo lo demás estaba bien: los pájaros cantaban como si el
verano se hubiese adelantado y ellos disfrutasen de un agradable día, el cielo azul claro
hacia resaltar las nubes blancas de algodón fino y eran coronadas, por una gran y
brillante ¡bola de basura roja! “como la canción”, pensé. Por suerte, no tuve
demasiado tiempo de buscarle sentido a eso. Ella ya llegaba, bella y dulce, con su halo
invernal y un increíble, asombroso y adorable vestido azul con volantes blancos.
Caminamos durante horas y solo hablábamos. Hablar con ella era fácil, no tenía que
esforzarme en ser otro, ni gritar, solo hablar, con mi voz interior, sin una falsa, con mi
corazón. Ella era dulce y adorable hasta hablando, no la escuché hablar mal de nadie y
cuando se quejaba de una persona, casi parecía que lo hacía de mala gana, pero tenía
carácter, sabía perfectamente que le gustaba y que no -y no me refiero a esa clase de
cosas.- veía ropa y le gustaban los vestidos, las botas, pero solo en invierno me decía,
los zapatos de colores o graciosos, las camisetas de manga corta con dibujos, si no
tenían estampados o dibujos no le gustaban.
Hacia el ocaso estábamos en la playa, caminando y hablando, pero a ella, le dolían los
pies y nos sentamos a ver el sol huir ante la llegada de su amante, en constante
búsqueda, la luna. Estuvimos en silencio largo rato, hasta que ella lo cortó con una
pregunta; ojalá la hubiese escuchado, solo podía mirar sus ojos de color azul celeste,
claros y perfectos; me hizo una segunda pregunta, que sí que escuché: “¿Tengo monos
en la cara?” preguntó ella, “No lo sé, no podría verlos, tus ojos me distraerían”
conteste. Ella se ruborizó ligeramente pero, aún así, sus ojos me tenían preso, sus ojos
brillaban como el mar de oriente de tal manera que empañaban el de poniente
haciendo que pareciese un charco de barro en comparación con esas dos perlas azules
que me miraban entre coquetas y divertidas, tímidas y picaras.
Más tarde la acompañé hasta su casa. Cada paso era una apuñalada certera que casi se
asemejaba a un estilete saliendo y entrando en mis costillas, y no era por el cansancio
sino porque cada paso me acercaba a tener que despedirme de ella. Al llegar a la