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De violines y sombras

Se dice, si se osa del tema hablar, que hace mucho tiempo, en un país que ya no existe, en tierra que ya no es de nadie, un poblado habitado por ladrones, prostitutas, sicarios, escoria de la sociedad, marginados entre los árboles que los escondían, camuflados por las sombras de su propia villa, entre las cumbres de las montañas siempre nevadas; vivía una niña. Vagaba sola entre los pinos, siempre sujetando firmemente su violín, único bien que poseía, puesto que vestía harapos que ni siquiera la belleza de su mirada podía disimular. Sus ojos eran abismos a un mundo desconocido, grises pálidos, imposibles de mantener la mirada, puesto que esta escrutaba hasta el más honrado pensar. Su pelo era azabache, curiosamente peinado a pesar del viento del invierno permanente. Nadie sabía cómo se llamaba la criatura, ni siquiera dónde vivía, ni si era huérfana o no. Simplemente algunos la habían visto, y todos habían oído hablar de ella. Pero cuando, en mitad de la noche, se escuchaba la melodía del tétrico instrumento, todos, hasta los más despiadados, se estremecían. Y reinaba el silencio en la aldea.

Generaciones y generaciones fueron sustituyendo a las anteriores, y los niños que atemorizados de la niña vivían se fueron haciendo hombres, padres, y abuelos. Pero la protagonista de todas sus pesadillas aún tenía la apariencia infantil que tuvo siempre.

Con el tiempo, para evadir el miedo de la población, llegaron al acuerdo de omitir la existencia de la niña. Así pues, con el paso de los años, los más jóvenes fueron olvidándola, pero los más sabios, cada luna llena se refugiaban en sus casas, puesto que cada vez que un claro de luna y una sinfonía de violín coincidían era presagio de tragedia. Ya así ocurrió esa noche.

Un joven aventurado, cuyo nombre no diré, que si había oído hablar de la niña poco le importaba, salió al bosque, a demostrar su valentía ante los lobos, sin saber que, una muerte devorado por esto, hubiera sido un regalo enfrente a lo que de verdad ocurrió.

Oyó las primeras notas haciendo caso omiso de ellas. Incluso le parecieron harmónicas. Pero al cabo de un par de millas, estas empezaron a perturbarle. El sonido no venía de ningún sitio y en cambio parecía que viniera de todo el bosque. A medida que la música empezó a sonar más y más, él empezó a correr, huyendo de aquella fúnebre melodía, que parecía que presagiara su funeral.

El joven no pudo abastecerse más de sus facultades físicas, y cayó rendido en el lindar del pino más cercano al cementerio. Las puertas de este estaban abiertas, como invitándole a pasar, a entrar al inframundo… cualquier cosa era mejor que su tortura acústica. Entró, y la música pareció cesar. Un silencio inquietante reinaba entonces la atmósfera, y al levantar la vista, allí estaba ella, frente a él, vestida con los mismos harapos, manchada de tierra, y con su violín. Y la música continuó. Pero ella no estaba tocando.

El joven, asustado, retrocedió. Y la música se acentuó. Resbaló con un charco de barro, y puso la oreja en el suelo, y la música se acentuó más.

Una fuerza sobrehumana pareció cogerle, y por mucha resistencia que opuso, fue inútil. La tierra se lo tragaba. Era cogido por cientos de manos que lo empujaban hacia las tumbas, hacia los ataúdes y los cuerpos en descomposición. Y la niña, desde la superficie, le sonreía, y lo último que dijo, fue:

“Comed, hermanas.”

Noelia García

4º ESO C