atención a que ahora el vampiro hablaba con sentido.
Las horas pasaban; a medida que pasaban los minutos ambos nos íbamos recluyendo en la esquina opuesta al otro. Él se escondía de la luz del día que entraba por las diminutas ventanas, aferrándose a la vida que, según él, perdería. Yo no sabía si me escondía o si las palabras de aquel chupa-sangre habían conseguido afectarme.
De pronto, se oyó el sonido de una puerta abriéndose, el ruido metálico del pomo girando sobre su eje, el chillido de las bisagras al abrirse el tablón y el golpe seco del pestillo al cerrarse la puerta misma. Se oyeron pasos; el sonido de las botas recorría todo el pasillo y nos hizo levantar las cabezas de nuestro sombrío escondite para ver, por puro instinto, qué ocurría. Era más de una persona; se notaba en el ritmo y el orden de los pasos; ahí había más de dos pies. Doblaron la esquina del pasillo que estaba perpendicular al del calabozo; eran dos alzakim. Estos no eran policías, iban vestidos con un uniforme más militarizado, sin solapas, sin camisa por debajo, sin corbata, con los pantalones lisos, evitando el estilo bombacho. El uniforme pardo-amarillento se agarraba a sus cuerpos con una doble fila de botones plateados y un cinturón negro. En la manga derecha portaban la banda con el símbolo de su nación, parecía una especie de S muy abierta, negra, metida en un círculo y dos figuras serpenteantes a ambos lados que recordaban a árboles moribundos. Se pararon delante de nuestras celdas, con una sincronización inquietante y un lenguaje corporal tieso propio de profesionales militares; abrieron las puertas y entraron. Sentí cómo el estómago se retorcía en el interior de mi cuerpo con solo verlos; un escalofrío me recorrió la espalda, pero no era un escalofrío normal, era uno equiparable a un montón de sierras oxidadas y deformes recorriendo las venas, tendones, huesos y músculos de la espalda. Cada vértebra temblaba de abajo hacia arriba, hasta llegar a la misma cabeza, donde reventó el diminuto sentimiento de incredulidad sobre lo que me iban a hacer. Las sierras habían acabado con este y algo más.
El elfo me cogió del brazo, -que manía-, pensé. Me levanté, no me hizo falta su ayuda, aunque en realidad me estaba obligando y no ayudando. El miedo se hacía un festín con mis intestinos. No sabía qué hacer pues él ya me ahorraba la necesidad de pensar en caminar hacia adelante. El vampiro y su verdugo élfico iban por delante. La retorcida manera de ser de la criatura chupa-sangre con la que me había encontrado había desaparecido del mundo, se sentiría impotente como yo en ese mismo momento, o tal vez esperara paciente a su muerte; de todas formas, ya era muy viejo y estaba maldito. A decir verdad, deseé su muerte en cuanto abrió su boca podrida y repugnante. Los vampiros son un tumor en este mundo...Ahora sé lo que sienten los altos elfos y el resto del mundo sobre los vampiros y los Almas Partidas, me siento sucio por pensar en ello.
Llegamos al final de un pasillo oscuro con las paredes hechas de otro tipo de piedra más gris y suave, era como un mármol del color del hierro. Había una puerta de madera, era negra y tenía unas bandas de metal del mismo color con inscripciones en élfico. Estas brillaban como si fueran agujeros y detrás de la puerta hubiera un sol. El vampiro se asustó al verlas; era como si la propia letra le atacase, pues se empezó a retorcer y anclar sus pies descalzos al suelo. En respuesta, el alzakim estiró de él. Sus pies seguían anclados al suelo de piedra, pero se desplazaban por la fuerza que ejercía el soldado. desagradables raspaduras en los talones pues a medida que era arrastrado dejaba