pies fueran de plomo. Ella me agarraba con fuerza el brazo, escuchaba el
movimiento de nuestros padres, quería ir con ellos, quería estar tranquilo.
Mayra me llevó a su habitación. Los dos entramos apresurados. Ella me
soltó la mano y me dejó en medio mientras se fue precipitada a cerrar la
puerta. Yo la miraba desde los ojos del niño asustado que era. Allí, en el
centro de la habitación, paralizado como una roca.
El portazo me arrancó de mis recuerdos. Lo primero que sentí fue el fuerte
olor a tabaco. Ahora estaba en una sala llena de mesas, eran unas diez en
total y estaban perfectamente ordenadas en cuadrícula. En todas y cada una
de ellas reposaba una máquina de escribir con su respectivo elfo que
aporreaba con sus dedos firmes los dientes de aquellas bestias cúbicas de
metal. Algunos se levantaban de la silla con el papel que su máquina había
escupido y lo llevaban a otra mesa o bien atravesaban una puerta con una
placa escrita en élfico, justo al lado de unas escaleras de madera que daban
acceso a un piso superior. Solo se oía el terrible alboroto que se originaba
en las teclas mezclado con los portazos de otras puertas situadas fuera de
plano, todo envuelto por el humo de los oficinistas fumadores. Mi mente
daba vueltas buscando un nombre para el sitio donde me encontraba. Pensé
que era una oficina normal, posiblemente de algún diario, pero la presencia
de aquel alzakim hizo que se me borrara completamente la idea del diario.
Era un policía, lo supe porque su uniforme era más bien un traje pardo con
una corbata negra y pantalones bombachos militares. Le estaba entregando
una serie de papeles a un redactor. Me encontraba en una oficina de policía,
la parte de la comisaría que la noche anterior no llegué a ver.
El oficial, sin hacer una sola pausa y solo limitándose a levantar el brazo
doblado ante los policías que le mostraban el reglamentario respeto, caminó
hacia un elfo que parecía esperarle. Este era un militar, pues su uniforme