con ventanas en forma de arco catenario. Algunas tenían extrañas gárgolas
en forma de aves parecidas a águilas, aves con una expresión facial
autoritaria y enfurecida, con esos ojos pétreos y fríos vigilando las calles;
otras sencillamente no tenían absolutamente nada. Muchos que pasaban a
nuestro lado nos miraban sorprendidos, sobre todo a mí, aunque al mirarme
sus caras degeneraban en una ligera mueca de repulsión. Bajé la mirada
hasta mi propio cuerpo. Al ver los harapos con los que iba vestido, entendí
sus miradas, hasta hice una cara igual, no sabía cómo, pero quería ponerme
algo decente. Miré hacia adelante y vi a la chica de nuevo, pensé que se
calmaría una vez pasada aquella calle, pero seguía abrazando esa libreta
con la misma fuerza de antes. No me llamaba la atención el estado del
oficial.
El camino fue igual durante los pocos minutos que duró, como si el dios del
destino hubiera perdido la originalidad por ese plazo de tiempo. Casi
parecía que los numerosos establecimientos cerrados se repetían en lugar y
color del antiguo letrero.
Fue entonces cuando empecé a recordar a Rose, a preguntarme su paradero,
a preguntarme qué le habrían hecho esos orejas de flecha, a preguntarme si
estaría bien. Ella ha sido la única persona que ha estado conmigo desde que
empezó mi viaje, aunque debería decir huida.
Recuerdo la primera vez que vi a uno de ellos, a un ladrón de sangre,
devorador de gangrena, boca intocable, piel muerta, sanguijuela pálida;
tienen muchos nombres, puestos por todos y cada uno de los reinos e
imperios que ha visitado su infeccioso, apestoso y moribundo paso. En
Vorkheim, también conocido como el continente de los humanos, les
llamábamos vampiros. No era nada más que un crío cuando los vi, cuando