recordando los médicos y el dolor, y entre sollozos se juró que no descansaría hasta
matar a todo culpable.
Manel Anguita
segon D’ESo
Narrativa en castellà (segon premi)
1942, un verano un tanto especial
Algunos días no me acuerdo de aquel día, quizás porque me cansé de darle
explicaciones y opiniones personales a la prensa y otros medios o simplemente a amigos
u otra gente cercana. Mi madre siempre me decía que, de las cosas importantes, uno
nunca se olvida. Por ese motivo, nunca acabé de olvidar aquel verano que me cambió
para siempre.
Era 1942 y los vientos de guerra llegaban hasta el más mínimo rincón del mundo.
Corría la voz de que esa guerra que tantas muertes, lloros y pérdidas había causado
pronto se desvanecería. Mis vacaciones en Inglaterra aspiraban a ser tranquilas y
reconfortantes, algo que me alejaría de mi rutina diaria que tanto estrés me causaba. Mi
mejor amigo, Louis, y mi hermana pequeña, Grace, caímos rendidos en la estora del
comedor de aquella casa cerca de los montes cubiertos de un manto frío y muy blanco;
pues después de un largo, e incluso incómodo, viaje nos esperaba un sueño profundo, o
eso creía yo.
-
¡Rachel! ¡Ayúdanos a tu padre y a mí a deshacer las maletas! –la voz dulce y a
la vez molesta de mi madre arruinó mis horas de sueño- Dile a Grace que se
deshaga la suya. ¡Ah! Y ya de paso que venga Louis también, que, de momento,
las maletas nos caminan por sí solas.
No dije nada, simplemente desperté a Louis y le di unos toquecitos “amorosos” al
pequeño bicho de mi hermana. En la hora de cenar, mi padre preparó una comida
deliciosa con la que me fui a dormir, contenta y con ganas de saber qué haríamos al día
siguiente. Mis padres nos dejaron bien claro que cuando nos levantásemos, podíamos
irnos pero que no nos metiéramos en problemas.
Cuando nos despertamos, los adultos todavía soñaban. Decidimos ir a explorar los
rincones de aquel pueblecito cálido y acogedor. Las calles vestían de luces y otros
adornos de navidad. Grace estaba hambrienta, así que nos paramos en una panadería. En
el cartel ponía “William’s Bakery”. Entramos. Detrás del mostrador había un chico
joven, quizá uno o dos años mayor que yo, su nombre era Joseph. Estaba en lo cierto, ya
que yo tenía dieciséis años y Joseph, diecisiete. Después de comprar provisiones para
aquel largo día que nos esperaba, el chico nos propuso enseñarnos los rincones más