escondidos de Wolperworth. El joven parecía honrado y yo, que acostumbraba a ver el
lado bueno de las personas y quería conocer el pueblo, acepté sin pensarlo dos veces.
La iglesia del pueblo indicaba que eran las tres de la tarde, comimos un poco de las
provisiones que compré en la panadería de Joseph.
Los días siguientes el muchacho nos llevó a prados, tiendas, plazas y muchas más cosas
que formaban el pequeño pueblo. El penúltimo día de nuestra estancia a Joseph se le
iluminó la bombilla.
-
Os llevaré a las grutas de la montaña blanca. Esa de ahí arriba –dijo señalando la
más grande, bella y blanca de esos montes.- Cuenta la leyenda que en una de
ellas se esconde una terrible y sedienta serpiente, grande como una casa. De
todos los exploradores que fueron a las grutas, ningún volvió.
Una vez ahí, empezamos a oír voces y murmullos. Nos adentramos en aquella cueva fría
y horrible. Joseph, valiente como él solo, decidió pasar por delante de nosotros. Unos
segundos después, la luz de su linterna se apagó. De repente, una especie de tentáculo
resbaladizo y viscoso nos rodeó a los tres. Con miedo, echamos a correr y llegamos a
una parte del túnel oscuro donde se podía observar la brillante y resplandeciente luz del
sol bañando los nevados montes. Valiente, pero asustado a la vez, Louis nos indicó
mediante señas que iría a buscar a Joseph.
-
No vayas, Louis –dijo Grace susurrando- ¡te va a matar!
-
Voy contigo –dije intentando esconder mi miedo- Grace, ¿te vienes?
Grace respondió, en medio de lloros, que sí, quería salvar al chico. Nos adentramos
sigilosamente hacia la boca del lobo. Un suave viento me heló la nariz y apagó todas las
antorchas. Sacamos las linternas y vimos a Joseph tirado al suelo convulsionando. No
había rastro del monstruo. Louis fue corriendo fuera de la gruta a buscar ayuda.
-
Respira, Joseph. –dije mientras movía sus brazos para que dejara de
convulsionar- Respira.
Al cabo de unos segundos, los espasmos de Joseph, desaparecieron. Vino Louis
acompañado de médicos que se lo llevaron al hospital.
Al día siguiente, el chico, vino a despedirse y a desearnos suerte en el viaje de vuelta.
No supimos cómo llegó a escapar de la terrible bestia. Desde aquel momento, no
volvimos a ver el monstruo. Volvimos a casa e intentamos olvidar aquella experiencia
que nos había marcado para siempre. Cada mes, recibíamos una carta de Joseph
explicándonos los sucesos de aquel pequeño y misterioso pueblo.
Gemma Ballesteros