tenía solo quince años y era costumbre ir a pasar las largas tardes de invierno con
ella. Estuvimos cocinando un pastel de chocolate con canela mientras mi tío, como
siempre, ocupaba su púlpito rojo en el comedor, su mejor coñac, su mando a
distancia de televisión, su puro, su querido programa, su vida, su casa, su reino, su
pura ignorancia… de lo que tramábamos en la cocina.
Con la masa casi preparada y la levadura por mezclar, tía Natalia, esa tarde, olía a
desesperación, ira, ¡locura! Su lavadora, sus platos, su suelo, el morado justo al
lado de su ojo izquierdo…hacía tanto tiempo que aguantaba esa situación y tan
poco que yo había sido consciente, que a ambas nos entró un sentimiento de
náusea. Pero la canela, oh nuestra dulce canela, siempre nos transportaba a ese
mundo utópico al cual aspirábamos a llegar algún día.
El pastel estaba listo para empezar a crecer. En el momento en que mi tía abrió el
horno para ponerlo dentro, aproveché para sacar el libro de mi bolsa de ropa lila. Se
lo entregué, y en voz baja susurró “ Oprimidos los hombres, es una tragedia.
Oprimidas las mujeres, es tradición . (Letty Cottin)”. Conectamos a través de
nuestras miradas y fue suficiente para que esa misma tarde cruzáramos la puerta
trasera y no volviéramos a entrar nunca más. Unas calles más allá, cuando
empezamos a andar más ligeramente, oímos una explosión a lo lejos y velozmente
nos acarició un dulce viento con olor a canela que nos aseguró nuestro destino. Mi
tía Natalia y yo, cogidas de la mano, y ella con una sonrisa dibujada en sus finos
labios, me dio un beso en la frente en la que aún hoy en día puedo notar su valentía.