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Sin cadenas que te mancillen
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agrandará sus propiedades en tierra firme. No debemos mostrar
miedo.
La discusión no paraba de crecer entre los presentes. Pero de
repente se hizo el silencio cuando tomó la palabra un hombre
de rostro grave, que permanecía sentado en su silla. Hablaba
sin apartar la vista del líquido de su copa.
—Es verdad todo lo que ha dicho el señor Hoare. Pero si
ahora traemos esclavos, el superintendente enviará sus soldados
y los incautará. Y aquí no ejerce ningún tribunal con el poder
suficiente para ordenar su devolución. El caso se trasladará a Ja-
maica y tardaremos años en alcanzar el resarcimiento. Por favor,
esperen a que den fruto las gestiones que llevamos en Londres
y se logre que la Administración sustituya a Despard por un
nuevo representante más comprensivo. Entonces podremos
actuar sin cortapisas.
El hombre sonrió a los presentes. Seguro del efecto de su
discurso, finalizó con delectación su bebida. El resto de los
presentes callaron. Sus palabras enfriaron incluso los ardo-
res de los más belicosos. No valía la pena arriesgarse y tener
complicaciones con la autoridad si dentro de poco habría un
cambio en la cúpula del poder local. Por lo menos eso es lo que
les prometían sus agentes en Inglaterra. Solo era cuestión de
resistir unos meses.
Pero el anfitrión no pensaba así. Al sentir el silencio en la
sala, Bartlett no pudo continuar callado ni un segundo más.
La expresión de su rostro era colérica. Los ojos casi se le salían
de las órbitas. No entendía aquella cobardía de sus invitados.
—Señores, yo soy el único dueño de mi casa y de mis pro-
piedades. Y no estoy dispuesto a que nadie me dé lecciones
de cómo debo manejar mis negocios. Ustedes los británicos,
siempre tan asustados por las leyes. Pienso que mis antiguos
compatriotas de Virginia tienen algo de razón. En ciertos mo-