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Sin cadenas que te mancillen
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ningún obstáculo en negociar con ellos sus pagarés. No nece-
sitan pagarme ahora.
Uno de los presentes, un hombre fuerte y de aspecto desaliña-
do, comenzó a hablar moviéndose por la sala. Repasaba con la
vista al resto de los presentes como para recabar su asentimiento.
—Una oferta muy interesante, señor Dyer, pero no vivimos
en libertad. En el territorio manda nuestro superintendente,
que es un irlandés muy raro, valga la redundancia. –En la sala
se oyeron risas y murmullos de asentimiento–. Según él, en el
tratado que se firmó con los «señores» españoles, no se reconoce
a la Corona inglesa la propiedad de las tierras, solo el usufructo
de la misma. Según él, esto prohíbe de forma terminante la
existencia de grandes plantaciones. Y, por consiguiente, no
podemos aceptar sus esclavos.
Un silencio glacial se apoderó de los presentes. Bartlett expli-
có entonces a Dyer que la situación jurisdiccional del asenta-
miento no estaba clara. Al principio Londres no quería nombrar
un cargo oficial allí para que los españoles no la considerasen
una colonia ilegal y tuviesen una excusa para invadirla. Durante
ese tiempo se permitió que una asamblea de jerarcas locales la
gobernara y estableciera sus propias leyes. Los colonizadores
habían logrado sacar beneficios de la tierra y bosques que pu-
dieron desbrozar con facilidad. Pero después de la rebelión en
las colonias norteamericanas, la Administración inglesa decidió
gobernar de forma directa sus asentamientos. Así que vencieron
sus escrúpulos y nombraron a Despard como superintendente.
Pero nada más llegar, el militar anuló la asamblea de notables y
recortó mediante sus disposiciones el poder absoluto con que
los plantadores habían gobernado. Los antiguos potentados
nunca le perdonarían tal afrenta.
Mientras Bartlett exponía la situación a su invitado, el vino
fortificado que tomaban los presentes desató sus lenguas. El