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Sin cadenas que te mancillen
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—Llamarlo palacio es mucho decir –objetó el militar–, aun-
que es la casa más grande del poblado y la única de ventanas con
cristales. Tampoco poseemos un gobernador. En el territorio
manda el superintendente, que a estas horas suele hallarse en
su vivienda de la montaña. Cada día antes del mediodía baja
para despachar, y entonces podrán ustedes verlo. De momento,
y antes de ser recibidos de forma oficial, les aconsejó que vayan
a cumplimentar sus documentos en la aduana.
Luego el soldado comentó, con un tomó más serio:
—¡Vaya con su acompañante! Nada más tocar tierra ya ha
originado un incidente. Por aquí viven muchos antiguos escla-
vos liberados que no soportan que se dude de su condición. Son
muy susceptibles. Somos muy pocos y muy lejos de Jamaica.
Los españoles son muchos y se hallan muy cerca. Un conflicto
violento con los prietos nos haría todavía más vulnerables.
Al oír hablar de su compañero de viaje, los presentes mostra-
ron un semblante de desaprobación. Un joven fue el primero
en hablarle:
—No nos lo mencione. Desde que montó en la nave, no ha
querido saber nada de nosotros. Sabe bien que no somos de su
misma condición social.
Los demás asintieron y el viajero prosiguió el relato. El tal
señor Dyer solo se dignaba conversar con los oficiales navales.
Pero los había acabado molestando tanto por sus aires de gran-
deza como por la exhibición de su poder económico. Se creía
el dueño del barco y pretendía dar órdenes a diestro y siniestro.
Al final ni siquiera el capitán quería saber nada de él.
El soldado, con una media sonrisa, giró la cabeza hacia el
vehículo que se alejaba.
—Pues en el territorio hay gente importante que lo conoce.
Una calesa como esta no viene a la playa todos los días. Ojalá
la mansión a la que se traslada sea lo bastante buena para él.