Sin cadenas que te mancillen Sin cadenas que te mancillen_TEASER | Page 18

18 José Luis Pérez Gómez —¡Nosotros no somos esclavos, somos hombres libres! –le gritaron. Una calesa con dos caballos apareció de repente en la playa y de ella salió corriendo un hombre ataviado con una gran peluca que enarbolaba un bastón de forma amenazadora. Se encaminó resuelto a la playa para separar a los negros del viajero. —Fuera, malditos, fuera. ¡Atreverse a golpear a un hombre blanco! Los vecinos del pueblo lo reconocieron y se apartaron. El hombre del bastón se acercó al caído: —¿Es usted el señor Dyer? –Ante el gesto de confirmación del hombre, le ayudó a levantarse y declaró de forma solemne–: Bienvenido al territorio británico de Honduras. Permítame que me presente, soy el señor Bartlett. Por favor, deje que mi coche- ro se encargue del equipaje. Le esperaba con algo de inquietud, pero no podía imaginarme ningún incidente a su llegada. Ahora le llevaré a mi casa, donde podrá reponerse de este contratiem- po. –Y dirigiéndose a los negros que habían vuelto a pescar con total tranquilidad, gritó–: ¡Tenéis suerte de que no os denuncie, hoy me siento generoso! Dyer le estrechó la mano y se trasladó con toda la dignidad posible hasta la calesa. El cochero les siguió con su equipaje. El bote regresó a la goleta para buscar más viajeros. Del grupo desembarcado solo los más prudentes se habían descalzado y quitado las medias al saltar a la orilla, y ahora volvían a ponér- selas, sentados sobre unas rocas. Los menos previsores, con los zapatos y medias mojados, meditaban ahora cómo secarse. El soldado de la casaca desgastada se unió al grupo. Al llegar a su lado, uno de ellos le preguntó, señalando a un edificio: —Buenos días, soldado. Perdone usted, esa casa grande de ahí, ¿es el palacio donde reside el gobernador? Tenemos una cita con él.