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Sin cadenas que te mancillen
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dores, está el punto de desembarco. Pero creo que muy pronto
se erigirá un muelle para la descarga de mercancías, pues el te-
rritorio crece cada día. Ahora mandaré lanzar el bote. Coloque
sus pertenencias a estribor.
—Muchas gracias, oficial. Ya he encargado esa tarea a uno
de sus hombres –le declaró con arrogancia, antes de apartarse
del oficial.
La nave fondeó y arrió el bote. Media docena de pasajeros
descendieron con preocupación por la escala de cuerdas de la
nave y luego saltaron a la barca. Una vez completada la carga
humana, los marineros se pusieron a remar con energía hacia
la orilla. El calor se iba adueñando del ambiente.
Vararon cerca de la orilla. El caballero de la capa amarilla
examinó la situación y resolvió que sus hermosas botas de
piel no debían mojarse. Hizo señas de forma arrogante a
un par de negros que, protegidos por grandes sombreros de
hojas de palma, se encontraban pescando con cañas, para
que desembarcaran a él y a su equipaje. Los interpelados
obedecieron y se internaron en el agua hasta la cintura para
alcanzar el bote. El viajero montó a las espaldas de uno de
ellos y en poco tiempo él y su equipaje alcanzaron tierra
firme secos. En la cara de los porteadores se dibujaba una
expresión alegre pues esperaban recibir unas monedas por
el esfuerzo efectuado, y no la frase que el recién llegado les
manifestó.
—Muchas gracias, muchachos. Sois muy fuertes. ¿Quién es
vuestro amo? Creo que podría obtener un buen negocio con
vosotros.
Ante aquellas palabras, la expresión de los mozos cambió y
el más corpulento le propinó un empujón que le dejó tendido
de bruces en la arena. El aire de suficiencia desapareció de su
rostro. Los hombres le rodearon: