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Sin cadenas que te mancillen
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lugar estuviese habitado por una desconocida raza de titanes.
La brisa proveniente de la selva, impregnada por el dulce olor
de las flores, comenzaba a llenar sus pulmones. Los viajeros la
aspiraban con placer después de los días de navegación.
En tierra la vida bullía por todos lados. Por la orilla, grupos
de pequeñas aves marinas caminaban por encima de los gran-
des caparazones de las tortugas. En el tronco de un gran árbol,
medio enterrado en el agua, un cocodrilo abría un poco sus
mandíbulas, como si estuviera cazando insectos y desdeñara
fijarse en la embarcación. Podían oír el canto de los loros y las
llamadas de los pequeños monos aulladores que quizás les da-
ban la bienvenida desde lo más profundo de la selva. De pronto,
una nube de ibis blancos salió de la espesura y voló sobre sus
cabezas. También lo consideraron como una bienvenida.
De repente un viajero mostró con su mano la desembocadura
de un río. A diferencia de las transparentes aguas del resto de la
bahía, las de allí habían adquirido un color amarronado debido
a los sedimentos arrastrados. A la derecha de la desembocadura
del río, y subiendo por la ladera de una colina, se distinguían
hasta cien casas de pequeño tamaño y un solo piso que forma-
ban la desordenada aldea. Los pasajeros permanecieron un rato
contemplando el buen aspecto que ofrecían las viviendas a lo
lejos: las tejas rojas que las cubrían ofrecían un bonito contraste
tanto con las blancas paredes como con el verde de las huertas
que se extendían enfrente de las mismas. Poco a poco vieron
como la comunidad aparecía atravesada por arroyos que cana-
lizaban hasta el mar las aguas provenientes de las abundantes
lluvias y las zonas pantanosas de las partes altas de la población.
En la orilla jugaban niños de piel oscura que corrían desnu-
dos, al lado de cerdos peludos que se revolcaban en las aguas
de los arroyos. También pudieron distinguir varias casetas de
pescadores con sus barcas. Delante de una de ellas se distinguía