El tacho rebasaba de pañuelos deformes, y el que Joan tiró, picó y cayó al suelo, era tiempo de aplastarlos con el pie, para que entraran más. Se levantó de su escritorio y fue hasta el botiquín, que a falta de originalidad, estaba en el baño. Lo abrió, e instintivamente buscó el frasco de pastillas del 3° estante. Con el pulgar derecho la sacó y apenas tocó su mano izquierda se la puso en la boca y tragó sin ningún vaso de agua. Volvió moqueando hasta la cocina y arrancó una servilleta del rollo de cocina. Se sonó la nariz y con el rollo en mano volvió a su cama (¿No siempre se vuelve a la cama?). Unos minutos más tarde la pastilla comenzó a hacer sus efectos, sentía que la nariz no le ardía y que su cabeza flotaba entre almohadones. Había intentado comenzar a leer pero la tensión que sentía en los nervios detrás de sus ojos no le permitía concentrarse, prendió la televisión (si en una época de led de 50 pulgadas,
esa porquería de 19 podía llamarse así) y se dedicó a escuchar con una leve somnolencia las inconexas frases del programa de chimentos más burdo que encontró. En ese momento hablaban de la grasienta gordura de uno de los integrantes de la obra, y cómo eso había causado estragos en sus relaciones, hasta el punto que le habría causado impotencia. El torneo salvaje por mostrar al rey de los chimentos quien daba el mejor rumor se notaba en las caras distantes de los que constantemente saboreaban y se miraban con incredulidad.
-O sea, ¿No se le para?- Indagó el rey a su súbdito.
-Mi fuente me lo aseguró, de haberlo visto...-Todos ríen.
La semana que viene el súbdito podrá convertirse en noble (los que están físicamente a los lados del Rey). A Joan, entre sus frazadas, se le destrozaba la garganta por las risas, despreciaba a los gordos con toda franqueza. Incluso se lo había dicho en la cara a uno o dos cuando se lo habían preguntado. Para él, no se podía decir “Gordos” sin sufijarle un “de mierda”. Y al ver a alguno se lo imaginaba en las situaciones más degradantes y asquerosas, comiendo, vomitando y comiéndose su vómito. Una vez lo llevaron casi obligado a
ver una lucha de sumos que habían viajado hasta Argentina, y tuvo que retirarse por el ácido de unas náuseas que inminentemente iban a salirle del cuerpo.
Estaba en esos pensamientos cuando le sobrevino un estornudo de los más fuertes y un moco claro pero grande se le estampó en el brazo desnudo, tomó con la otra mano una servilleta, sin mover el brazo moqueado, como si fuera una mosca a la que había que matar, y cuando acercó la servilleta al moco escuchó:
-¡NO!
MOCO
(Parte Uno)