nosotros mismos. Tuve miedo de que mis palabras se convirtieran
en profecía. Quise corregir diciendo: “es una broma”, pero Lobelo
se reía a carcajadas y no me atreví a rectificar.
-¿Por qué no te escapas un rato? –sugirió -, nadie se va a dar
cuenta.
-Mejor, déjame pedir permiso.
-Como quieras -bajó la voz y me insultó -: mariquita. Fingí no
escuchar. Llegué con mi mamá y le pregunté:
-¿Me dejas salir? Sólo unos minutos. Por favor.
-No -contestó.
-¡Es injusto! –reclamé -. He avanzado mucho pintando la casa,
¿por qué no castigas a Riky? ¡Miralo! Está todo el día jugando con
su vecino y provoca un desastre, mamá, date cuenta. Toma mis
coches y los deja por todos lados. Además se finge enfermo. Desde
hace varios meses dice que le duele el cuerpo, sólo para que lo
consientas ¡y tú caes en la trampa!
-A Riky le sube la temperatura; nadie sabe por qué –respondió
-. No lo consiento. Sólo lo cuido. Por otro lado, ya prometió que va a
guardar las cosas cuando termine de jugar.
-Pero es que...
-¡Deja de discutir y no causes más problemas!
En esos momentos de enfado volví a tener malos
pensamientos: “Ojalá mi hermano se hubiera estrellado en el
cemento cuando se cayó del trampolín.”
Fui a decirle a Lobelo que no podía salir. Torció la boca, dio tres
acelerones a su motocicleta y arrancó sin despedirse.
Riky trató de hacer las paces conmigo, pero yo estaba furioso.
Le dije que lo odiaba y que por su culpa me habían castigado. Sus
ojitos se llenaron de lágrimas. Dio la vuelta y se fue. A partir de
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