“Tranquilo”, me dije, “pronto saldrás de aquí”
Al fin llegamos a la escuela.
Abrí la puerta del carro y escapé sin despedirme.
Pasé la mañana nervioso. Aunque Lobelo no estaba en mi
salón, de todas formas me costó trabajo concentrarme en las
clases. Como era el primer día, no llevaba libros, pero si la caja de
IVI que ocupaba casi todo el espacio de mi mochila.
A medio día, el profesor titular hizo un sorteo para elegir al que
sería el próximo jefe de grupo. Para mi sorpresa, fui seleccionado.
A partir de ese momento, tendría la responsabilidad de guardar
conmigo la lista de asistencia, ayudar a profesor a recoger
exámenes y a calificar trabajos. También reportaría a los
indisciplinados y distribuiría los premios que se dieran al grupo.
El nombramiento me llenó de orgullo, pero pasó algo curioso a
mi alrededor: se me acercaron varios compañeros que antes ni
siquiera me hablaban; aunque no eran mis amigos, se portaban
como si lo fueran. Recordé: “Casi todas las personas dicen
mentirillas y tratan de convencer a los demás de lo que les
conviene.” Algunos muchachos se atrevieron incluso a decirme en
secreto frases muy extrañas: “Ahora no tendrás que estudiar
demasiado, porque podrás arreglar las calificaciones cuando el
maestro te preste sus listas.” Otro me dijo: “Déjame ayudarte en tu
trabajo de jefe. Juntos podemos repartir los premios y quedamos
con los mejores.” Y otro más me advirtió: “No te olvides que soy tu
cuate. Cuando tenga faltas o reportes, espero que me protejas.”
Aturdido por tanta presión, me aparté de mis compañeros y
saqué la caja de Ivi. Tomé una de sus tarjetas y la leí.
Hay dos formas de obtener premios: La primera, con engaños y mentiras. La
segunda, con trabajo y rectitud. Por desgracia, en la primera se alcanzan más: El
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