-¡Pero son casi las dos de la mañana! Quédate a dormir aquí.
Te conseguiré cobijas.
Entonces la miré:
Era una joven de dieciséis o diecisiete años, vestida con
zapatos tenis y ropa deportiva. Tenía ojos cafés y cabello castaño
brillante. Usaba un fuerte perfume.
Murmuré en voz baja:
-¿Eres la sobrina del conserje? Todos en la escuela hablan de
ti, pero como nunca sales... dicen que... –titubeé -, dicen que... eres
fea y jorobada.
Sonrió.
-Algunos niños son muy crueles –comentó -. En fin. Oi tus gritos
y me desperté. Por suerte conozco muy bien ese sótano. He bajado
varias veces -hizo una pausa; después preguntó -: ¿Qué hacías allá
adentro?
Sentí vergüenza y comencé a decir mentiras:
-Me gusta explorar. Entré al sótano buscando aventuras. De
seguro, el conserje, es decir, tu tío, vio la tapa abierta y cerró sin
darse cuenta de que yo estaba adentro.
-¡Oh! –exclamó -. ¿Y qué te pasó en la oreja?
-Ah, no es nada. Me rasguñé escalando una montaña.
Ella negó con la cabeza. Sin duda detectó la falsedad de mis
palabras.
-Hace poco leí -relató con tono maternal -, que en una tribu se
ponía a prueba a los jóvenes para medir su valor. A un chico le
pidieron que se internara en la selva, buscara un león, una
serpiente y un elefante; se acercara a cada uno y los tocara. El
joven partió. A las pocas horas encontró al león, después a la
serpiente. Arriesgando su vida, tocó a ambos animales. Buscó al
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