Cap. 1
Sonidos y
época
Seres y sonidos
L
o que nos dice la música no sabemos de dónde
viene. Propiamente no es del mundo en tanto no
nos está sugiriendo algo para ser en el mundo;
no nos pone un espejo ni nos sugiere una acción
objetiva y –menos– útil. Nos pone, sí, en el cuerpo, en
contacto con una piel y con el otro, en un vacío de cosas,
pero no de texturas ni de presencias.
La música nunca se queda afuera. Todos sabemos que
hay algo externo que la produce, pero una vez nos llega,
nos invita, no se nos despega. Oír canciones, tararearlas,
seguir el ritmo –con un lápiz sobre un escritorio o con
la palmas sobre las piernas– es algo inevitable; una
compañía permanente, como pequeño hábito o como gran
proyecto de vida, porque sí.
No podemos olvidar el valor que tiene la música en la
celebración –por fuera del mercado– y su impacto en lo
psíquico y en lo relacional que no es mediado por ninguna
academia. El carnaval de la música es tan antiguo como
el hombre; las canciones de cuna mucho más antiguas
que la industria del espectáculo, y finalmente es refugio
emocional, muy por encima del lugar concertado que
tiene como show.
Hubo un momento, anterior a los medios masivos, en el
que las mujeres que lavaban su ropa en el río cantaban y
los agricultores acompañaban la cosecha con su canto. Ese
mundo aún vive, y se trata de tiempos que coexisten en
medio del ruido de la sobreoferta de músicas empacadas.
Los canales de comercialización tienden a desarrollar una
especie de soles musicales que crean largos días con los
que es imposible ver muchos otros luceros.
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