ARTÍCULO
—Mi amor, ven para acá. Siéntate con tu papá. Aléjate de
ese barbón que nunca te podrá comprar una casa —Nata-
lia me miró avergonzada mientras su papá estiraba la
mano y le pedía que se acercara.
—No te preocupes. Ve —le susurré en el tono más
comprensivo que pude. La quería y estaba dispuesto a
aguantar la presencia de ese idiota.
—Ni siquiera es capaz de pelear por su novia, ¿lo vieron?
—repuso mi suegro. Sentí cómo la calma se escurría de
mis temblorosos dedos. Fingí que recibía una llamada
para levantarme de la mesa.
—Ni siquiera sonó tu celular, antropólogo.
—Papá. Te estás pasando.
—No, mi amor. Lo lamento. Antropólogo: acuérdate que
nos tienes que dar una charla. Mi tesoro dice que eres muy
bueno en lo que haces: pensar. Él sabe pensar. ¿Alguien te
dará dinero por eso? Yo no —todos en la mesa empezaron
a reír y yo respondí con el temple de un monje tibetano.
Sonreí y terminaron las carcajadas. El Toro quería hacerme
estallar pero no iba a conseguirlo. Me estaba cogiendo a
su hija: eso nadie podía cambiarlo.
No todos los empresarios son malos, pero con quince como éste pocas cosas buenas pueden pasarle al mundo. Los gritos de
los niños cruzaron el comedor como un meteorito dispuesto a aniquilar la civilización. Sus risas. Las estúpidas y estruendosas
risas. Estaba siendo una noche tan molesta que Natalia no podía ni mirarme. El Toro se levantó de la mesa y volvió con una
tablet. “Es un Ipad, no una tablet”, imaginé que corregiría mi suegro.
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