ARTÍCULO
No sé por dónde empezar a hablar de su papá. Es una clase de cacique porfirista de nueva generación. Su mayor orgullo es
Natalia. Su segundo mayor orgullo es ser empresario. Es proveedor de alfombras en nuestra ciudad: el más grande en el merca-
do. Come hamburguesas todo el día y le dice indio a todo aquel que luzca más moreno que él. Se siente la persona más exitosa
que ha pisado esta tierra. Me contó Natalia que una vez su papá mandó una carta a Forbes pidiendo que lo entrevistaran. Es un
tonto. Usaría otra palabra, pero Natalia lo ama tanto como él a ella. Tiene dinero, muchísimo. Pero sólo tiene eso. Su deporte
favorito es la tauromaquia. Sólo los acaudalados gordos eligen un deporte que nunca van a practicar. ¿Qué les puedo decir? Es
un burgués genérico de esos que creen que la gente es pobre porque quiere. Sí, me quejo mucho. Y aquí estoy: sentado con él
en la mesa esperando largarme en cuanto sea posible.
—¡Los camarones son míos!
—Perdón, Toro.
—Sólo son para mí y para Natalia. Yo pagué la cena. Si
alguien quiere comer camarones, trabaje.
Natalia habla por teléfono con su papá todo el tiempo: al despertar, antes de dormir, antes de comer. Su padre le deposita
dinero, ella le dice que no lo necesita y así transcurren sus inevitables circuitos edípicos. Una vez le regaló dos carros. Natalia
vendió uno y donó el dinero a alguna asociación. Ella hace lo que puede para no ser sólo una chica rica. A su papá le dicen El
Toro y, ¿saben qué? Él mismo se puso el apodo. ¿Alguien cenaría con una persona así?
Me senté lo más lejos que pude de mi suegro. Pese a mis esfuerzos, no logré saludarlo con una sonrisa. La mesa era rectangular
y estaban sentadas unas veinte personas. Como cualquier casa de ricos, había una pequeña chimenea que nunca habían
encendido. Las paredes estaban llenas de retratos pintados de un modo lamentable. A un costado de la mesa dos niños
jugaban videojuegos a un volumen casi molesto. Cada que alguno ganaba en el juego, gritaba como si lo estuviera devorando
un oso. Lo que más me inquietó fue que nadie hacía nada por regañarlos. Mi suegro estaba vestido de blanco, con una guaya-
bera que apenas le cubría la panza. Cada que se reía ese animal, sentía como si un cotonete de fuego me hiciera un hoyo en el
cerebro y quemara cada uno de mis recuerdos. Mi suegro es uno más de los tipejos que destruyendo al mundo. ¿Cómo? Despi-
dió a uno de sus trabajadores por apagar la radio cuando sonaba su canción favorita. Lleva prostitutas a sus fiestas de cumplea-
ños mientras que su esposa debe cocinarle a todos los invitados. Le escupe a los migrantes que piden dinero. Compró una vaca
para cocinarla él mismo. Echó a su jardinero cuando se enteró que venía de Oaxaca. Podría dar mil ejemplos. El Toro encarna
todo lo que está mal en este mundo y es el papá de mi novia.
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