Ya de vuelta al barco, me preparé para la cena,
como de costumbre me sentaba con Mauricio
y Tatiana, quienes me contaron que esa noche
era la famosa fiesta de disfraces, ¡fiesta
de disfraces! No tenía la menor idea, por lo
mismo no tenía nada qué ponerme, pero eso
no me impediría asistir y ver qué sucedería.
Me acerqué a la barra, me dieron lo de siempre
y comencé a mezclarme con la gente, cuando
de repente vi algo que no me imaginé nunca:
las dos chicas recién separadas estaban
disfrazadas una de monja, que era la chica con
la que libramos la guerra santa, y su amiga,
disfrazada de diablita. Era un mensaje de
Dios, había estado en el Vaticano y ahora me
encontraba con una monja perfectamente
vestida de monja. No lo dudé dos veces, esta
guerra santa debía vivir su segunda batalla
y no descansaría hasta ganar nuevamente.
Me acerqué a ella y le dije al oído sin más:
—Voy a mi habitación, cuenta 30 segundos
y me sigues —así fue como nos volvimos a
encontrar. Apenas ingresó a mi territorio, ¡le
pedí que no se sacara nada!, ni la toca (manto
blanco sobre su cabeza), ni la manta, menos
la gran cruz que colgaba desde su cuello. No
lo podía creer: ¡¡¡estaba teniendo sexo salvaje
en medio del Mediterráneo con una monja!!!
¡¡¡Excelente!!! Si me hubieran contado que
todo esto sucedería, ¡no lo habría creído! Y
como las cosas estaban así de bien, decidí
hacerle una propuesta indecente a la monja:
consistía en ir a buscar a su amiga, la diablita,
traerla a mi habitación y entre los tres liberar
la última batalla de esta guerra santa. Ella me
miró con suspicacia y luego de pensarlo un
minuto, aceptó, pero que debía ser yo quien
la convenciera.
CRÓNICAS DEL
GOZADOR PROFESIONAL
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