Almorzamos en la terraza de
un restaurante de pastas, que,
por cierto, estaban exquisitas;
disfrutamos de una botella de buen
vino tinto y terminamos con un
ristretto. Esa noche decidí escapar
de las amigas recién separadas —no
estaba seguro de querer repetirme
el plato—, así que, como unos niños,
nos quedamos en la habitación del
humorista del barco que estaba
dotada de una Play Station y el
juego favorito de los niños que ahí
habitaban, el FIFA. Fumamos de la
hierba hermosa que adquirimos
en la tienda de juegos del gordo
de Valencia y jugamos un par de
mundiales de fútbol para finalmente
dormir como un angelito.
Al siguiente día, Roma, una visita
esperada por mí, ya que nunca había
asistido a la capital italiana, que
otrora fuera la capital del mundo:
el Coliseo, la Fontana Di Trevi, El
Vaticano, la Basílica de San Pedro,
la comida, el encanto de la gente,
en fin, una visita increíble que sería
el preámbulo a una noche que me
traería una gran sorpresa.
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