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Ya que estamos en Grecia, recordemos que Solón, poeta, legislador, estadista, uno de los siete sabios de Grecia, animó a decretar que en la noche de bodas la novia debía comer dulce de membrillo (símbolo de fertilidad), para otorgar más pasión a sus besos y permitir que Afrodita retozara con la flamante pareja en el gineceo o el tálamo, habitación ornamentada especialmente para el efecto. Solón, decíamos, visitando al rey de Lidia, Creso, famoso por su inmenso riqueza, tuvo que responder a una pregunta un tanto capciosa del monarca: “Siendo tú, Solón, el hombre más sabio, ¿te consideras el más dichoso?”. Creso intuía, por supuesto, que la respuesta seria afirmativa o por ser cortés diría que era él. Pero Solón, que por algo era sabio y conocedor de virtudes y debilidades humanas (había reglamentado en su momento los burdeles de Atenas), respondió: “El hombre más dichoso del Universo, es Telo de Atenas, que no tiene una gran fortuna pero a su servicio posee al mejor cocinero de Grecia y puede disfrutar sus platos a diario”. Hay otras versiones del episodio, pero la moraleja es la misma: la dicha no está en la riqueza acumulada, ni en el poder terrenal, sino en las pequeñas cosas, las esenciales y al alcance de todos, como el placer de comer alimentos cocinados con arte y amor. También sirve un cocinero para regalar momentos de felicidad a quienes no sólo comen para alimentarse. Seguramente, al igual que ciertos restaurantes de lujo, demuestran que pueden pagar platos a precios obscenos y no a disfrutar honesta cocina. Creso apreciaba la comida por su costo y extravagancia, no por su aroma, sabor y tradición. Murió, derrotado por el persa Ciro, de la peor manera: quemado vivo. www.revistasapo.com 39