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¿Cuántos de los restaurantes de vanguardia, con sus experimentos y mínimas porciones, podrían sostener esa tentadora oferta de restauración? A ellos se va a mirar, ser vistos, aceptar conceptos elitistas, y, curiosamente, a pasar hambre. Por ello, finalmente siempre se vuelve al plato humeante, que se come con placer hasta quedar satisfechos, restaurados. Tampoco es casual que los establecimientos que ofrecen cocina tradicional tengan una carta más coherente, definida, rica y variada. Nada como una receta clásica elaborada con todas las reglas del arte culinario, incluyendo técnicas y utensilios modernos. Los comensales, y no pocos cocineros, están hastiados de platos más estéticos que gustativos. En los últimos veinte años equipos de laboratoristas con ropa de cocineros se esmeraron en armar un show que en ocasiones solo servía para enmascarar deficiencias, motivado solo por lograr efectos visuales pero descuidando la esencia: Restaurar el estomago, emocionar al comensal. Lo malo, es que surgieron pésimos imitadores que no entendieron a los verdaderos creadores. A espabilarse: el verdadero tesoro está en las recetas de la abuela, en nuestro patrimonio cultural. Claro, que aun fuera de la cocina, último bastión de nuestra identidad, se está perdiendo el rumbo. La inmediatez del presente, la búsqueda frenética de fama, no dejan espacio para la historia, ni pone en el horizonte el futuro. Basta ver el triste papel de la mayoría de los políticos, absortos cual narcisos, en los espejos de las redes sociales. MANUEL CORRAL VIDE www.revistasapo.com 26