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¿COCINA O BARBARIE?
Como solemos afirmar cada vez que
podemos: todas las cocinas nacionales son
producto de fusiones. El show business
nos plantea una trampa al banalizar el acto
de cocinar, algo inaccesible, una diversión.
Cocineros como clowns, comediantes de la
legua, faranduleros, una troupe que juega
con los alimentos ante una audiencia que
no relaciona su stand up comedy sin sentido
con la acción de comer, ni con el placer, ni
con los sabores entrañables que dan sentido
a nuestra antigua costumbre de reunirnos
alrededor de una mesa, de identificarnos
a partir de un modo de elaborar los platos,
y el uso de determinadas materias primas.
Los antiguos recetarios estaban destinados
a convivir con distintos ingredientes en
las alacenas de las cocinas. Su consulta
era permanente, sus fórmulas puestas en
práctica para regocijo del grupo familiar.
Ahora se publican libros lujosos, a todo color,
de gran formato, para ser exhibidos en las
bibliotecas en el sitio que antes ocupaba
la Enciclopedia Británica, el Diccionario
Espasa-Calpe o las Obras Completas de
Shakespeare. Objetos para presumir de
cultos o informados, para ser leídos muy
rara vez. Pronto, las cocinas, en sí mismas,
pasaran a ser un objeto sin uso en las casas.
¿Y entonces? Sin duda, debemos recuperar
los valores que nos definen como humanos,
nos diferencian de los animales salvajes.
Decía Clermont-Tonnerre que “son las gentes
con imaginación, casi siempre, las que comen
mejor, quizá porque asocian su sustancia
terrenal al lugar de donde son, y perciben
entonces hasta su mismo meollo el lazo que
los ata a la tierra que los soporta; sienten la
secreta esencia de las cosas incorporarse
a la suya, y así comulgan con su tierra en un
festín de amor”.
Algún aspirante a cocinero me dirá: ¿para
qué sirve tanta poesía a la hora de cocinar?
Pues, amigo, le diría, si no tienes sensibilidad
no puedes ser cocinero, dedícate a otra
cosa. Y no relaciono sensibilidad con títulos
universitarios. Soy de una época en que veía
a las cocineras en casa o los maestros en
los restaurantes, usar “el dedito gustador”
para probar caldos y salsas, buscando el
punto de cocción y sabor con el mismo gesto
que seguramente tenía Neruda tratando de
atrapar la palabra justa para su poema, o
Rossini persiguiendo la nota precisa para
alguna de sus óperas.
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