Haroldo Conti
algunas horas con la lámpara de aceite. Con una
cuchara cavó un hoyo al pie de una magnolia
foscata y enterró allí al pececito. No se había aún
recuperado de aquella sensible pérdida cuando
murió un macropodus opercularis que comenzó
boqueando en la superficie y luego se acurrucó en
un rincón con el vientre hinchado. Lo sepultó al
pie del ciruelo de jardín de aladas hojas marrones.
Así fueron muriendo uno tras otro y el viejo
enterrándolos al pie de esta planta, aquella.
Al telescopio lo plantó junto a su arbolito más
querido, un jazmín japonés de flores carnosas que
reventaban justamente para fines de noviembre y
se removían en la noche como avecitas blancas
bombeando intensas ondas perfumadas que
traspasaban la oscuridad hasta el catre o la
mecedora del señor Pelice, que ya prácticamente
no duerme.
A ratos lee, a ratos escribe pero sobre todo piensa.
Eso es la vejez seguramente, una desvelada
memoria. Por lo general reconstruye el pueblo
desde su infancia mezclando o, mejor dicho,
combinando los tiempos, las personas.
Desfilan contra un mismo tapial o por la
penumbra amarilla del cuarto el padre Doglia,
previniéndolo en cocoliche sobre las tentaciones
de este mundo mientras se pone y se quita el
bonete francés, nervioso con la presencia del
demonio a quien imagina una especie de
comisario de la provincia con el uniforme
colorado, el viejo Ponce, que habla solo, Bimbo
Marsiletti que agita los brazos frente a una banda
invisible, Oreste Provenzano que levanta una
ristra de billetes de lotería o los tanos Minervino,
Visiconti y Ciminelli que pasan tocando la gaita
en fila india igual que en la procesión de la Virgen
del Carmen.
Desde que se marchó la señorita Haydée ha
tomado por costumbre colgar un farol de viento
en medio del jardín. El viento lo agita y remueve
las densas sombras que cambian pesadamente de
lugar. Su luz anaranjada semeja la lechosa
claridad de la pecera. Y en esa luz submarina ve
brotar en la punta de una ramita al macropodus
opercularis o al labeo bicolor o al scatophagus
23
argus o a los puntius arulius que murieron a dúo.
Se agitan como flores o pajaritos o caireles, casi
transparentes, muy navegantes. Esta noche de
noviembre florecerá sin duda el telescopio, pez
pajarito de negros velos, en la cresta del jazmín
japonés.
El 8 de diciembre, día de la Inmaculada, el señor
Pelice escuchó desde el catre el volteo de las
campanas que convocaban a la misa solemne de
primera comunión con la lámpara de aceite
todavía encendida a un lado, sobre la silla. Pensó
en la virgen de cemento que erigieron las Hijas de
María en el atrio de la iglesia y que viera la última
vez con el rostro y las manos pintadas de color
carne y en las hileras de chicos con brazaletes y
túnicas que atravesaban la plaza y estarían
ingresando en este mismo momento por la puerta
puntiaguda a través de la cual se alcanzaba a ver
el altar colmado de luces. Pero su hinchado
cuerpo no obedeció al impulso. Tenía los brazos
adormecidos y las piernas envaradas. Recién a la
tardecita, arrastrándose por el piso, pudo dar de
comer a los pececitos. Angelita Alori, que venía
dos veces por semana a asear la casa, lo encontró
al día siguiente tumbado en el piso de ladrillos y
lo acomodó en el catre para finales. Como por
otro ítem padecía el mal de orina, Angelita le
preparó un cocido a base de raíz de rábano con
una mata de perejil y un puñado de hojas de berro,
endulzado el conjunto con azúcar de cande.
Se abreva una copa para extraer la orina y los
humores que vienen de acompañamiento,
aconsejándose un Pater para refuerzo. El señor
Pelice mejoró de la orina pero total que era casi lo
mismo pues no podía transportarse para
expulsarla, debiendo ayudar al efecto la Angelita
con la vista vuelta hacia otra parte. El 8 de enero,
puntual, el señor Pelice emprendió su tránsito con
el traje de gabardina, el sombrero panamá y los
botines de becerro a la hora justa en que los
pececitos se brotaban en las ramas. Según la
Angelita, que depuso para constancia, hizo una
buena muerte, al natural, y fue enterrado de
oficio, sin luto ni comparsa, en la mera tierra.
Ahora bien, y a propósito del señor Pelice que
pasó, pregunto: ¿cuál es, cuál el verdadero pueblo