22
alto, con veinte, dieciséis, doce y ocho cartuchos
detonantes respectivamente, más otros cuatro en
el extremo superior del palo que construyó para el
sesquicentenario y que fue su más colosal de
facto.
Ahora es noviembre. En la profunda noche
perfumada al señor Pelice, ya decididamente
viejo y por lo tanto insomne, le cuesta una
barbaridad conciliar el sueño. Casi no duerme. Se
aquieta sobre el catre y hacia el amanecer se
adormece un poco.
En esas largas horas divaga por el jardín con la
lámpara de aceite en la mano o se echa en una
mecedora e impulsada por el aire dulzón que
despide el ligustro humedecido por el rocío, su
cabeza se vuela como un globo o una pajarita de
papel que planea sobre el viejo pueblo con los
tapialitos amarillos y las calles de tierra y tanta
cosa que se desapareció u ocultó, no visible a
prima facie, que eso es la muerte, olvido,
Perfumada noche
oscuridades, suma y suma, tiempo y tiempo,
distancia inmóvil.
En la madrugada acercó la lámpara a la pecera y
comprobó ya sin dolor que el pez telescopio, ese
lento pajarito renegrido que lo observaba con sus
grandes ojos saltones a través del cristal y con el
que casi había llegado a entenderse, de un mundo
a otro, pez-hombre, pez-pez, flotaba inerte en uno
de los rincones. Al principio, cuando instaló la
pecera, eran doce movedizos pececitos pero,
iletrado en aguas, el exceso de comida o
alteraciones en la temperatura o defectos en la
aireación y filtración redujeron el lote
rápidamente. La primera muerte fue una
catástrofe.
El señor Pelice extrajo el cuerpecito finado, una
vez que comprobó en forma absoluta que no se
movía ni aun empujándolo con un dedo, con la
redecilla de tul y lo depositó sobre una hoja de
hortensia en el medio del escritorio y lo veló al-
Marcando la diferencia