Haroldo Conti
el 8 de mayo de 1946. El señor Pelice redactó esa
noche la única carta que en todos esos años
remitió por correo. "Mi estimada señorita: en
momentos tan especiales deseo expresarle a usted
mi invariable afecto y la seguridad de mi
perdurable compañía en esa otra vida de tránsito
que ha iniciado usted y que me impongo yo en
este mismo momento. Su leal servidor P." El
señor Pelice echó la carta al día siguiente y no
volvió a salir de la casa por el resto de sus días.
Solamente lo hacía cada 8 de mes, por la tardecita,
para depositar un sobre perfumado en el nicho de
la señorita que luego se llevaba el viento o algún
curioso o bien lo chamuscaba y descoloría el
tiempo. Coincidió que para entonces los festejos
de estruendo fueron cayendo en desuso y se
convocaba a remate por edicto judicial. Al
tiempo, los vecinos lo dieron por muerto o
simplemente lo olvidaron. Ya estaba el asfalto, se
habían construido varios molinos, el Expreso
Rojas llegaba hasta Buenos Aires y sobre el
pueblo de tapiales amarillos había surgido otro
pueblo. La casa de la calle Saavedra se convirtió
en un local de compra y venta de propiedades.
A todo esto el señor Pelice envejecía suavemente
detrás del último tapial como un fuego que se
apaga con lentitud. Al caer la noche encendía
todas las velas y las lámparas y daba de comer a
unos pececitos de colores que criaba en un acuario
y que eran su única y silenciosa compañía. Tenía
una colisa labiosa, dos ángeles que parecían dos
pajaritos rígidos, un betta splendens, un labeo
bicolor, un telescopio renegrido de ojos saltones
que semejaba un gato, una ninfa, un cometa y dos
besadores chatos y blancos que colgaban del agua
como dos papelitos. La luz del atardecer
penetraba por la puerta-ventana que daba al jardín
y revestía el cuarto de una claridad dorada que
encendía pálidamente la pecera.
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amarillo que con las sombras se cubría de
caracoles, el señor Pelice se hinchaba y arrugaba
un poco más cada año. Ahora podía salir y pasar
entre los vecinos sin ser reconocido. El pueblo
seguía progresivo, casi capital.
Altas luces de mercurio alumbraban las calles
avenidas, el asfalto había llegado hasta la calle
Magallanes, en las afueras, había dos semáforos
en el centro que saltaban bonitamente del verde al
rojo y a la viceversa y de los que don Pelice no
entendió muy bien su significancia, aunque
imaginó que eran tramoyas de estación. La iglesia
de San Isidro, tan altiva, tan de lejos visible
apuntando al cielo entre los árboles, sobre los
buenos campos, había sido vaciada por dentro, ya
no consistía en aquel brillante altar con columnas
al pan de oro y la santa imagen, muy camal en su
contexto, de Santa María bendita, todo color y
vestes y brillos y ojos de vidrio y el niño desnudo,
barrigoncito, sino que ahora era una especie de
agudo galpón blanqueado, con una mesada en
alto.
Quedan de los otros tiempos, y por allí la
reconoció, los grandes ventanales con vidrios a
franjas blancas y violáceas que según la
disposición del sol azulaban a cierta hora el aire,
las gentes, las imágenes de bulto, en cuya luz vio
una mañana sobreandar, flotante, a la señorita
Haydée con un tul que le velaba el rostro y de
cuyos entrepaños florecían ambas manos como de
cera. Nada de eso prevalecía ya. Él mismo no era
el Pelice de entonces pues nadie se volvió a
reconocerlo cuando avanzó por el medio de la
nave con el panamá en la mano haciendo crujir los
resecos botines de becerro.
De regreso pasó por la calle Saavedra y hundida
entre dos vidrieras que resplandecían descubrió
trabajosamente la negra silueta de la casa con un
afrentoso letrero sobre la puerta. Haciendo visera
Los pececitos flotaban en el agua dorada como con la mano, sus ojos repasaron el imbatible
suaves pájaros de lento vuelo, desplazándose tejado a la Mansard que se recortaba contra el
majestuosamente entre las ramitas de elodea o de resplandor de las luces de mercurio. Esa noche
helecho japonés. El señor Pelice inclinaba su escribió una larga carta a la señorita Haydée
cabeza encanecida sobre los vidrios y sus dándole cuenta de los adelantos habidos y de las
pensamientos se desplazaban tan lentos y suaves altas y frías luces que hubiesen quitado brillo aun
como aquellos pececitos ánimas. Detrás del tapial a las cascadas de cuatro brazos, de once metros de