Revista Rocamadour Revista completa | Page 20

20 ¿Quién no recuerda, eso sí, las cascadas, abanicos, glorias y soles fijos que hacía estallar para la fiesta de San Donato, por ejemplo, aparte de las consonantes bombas de estruendo que reventaba en procesiones y remates y que se oían hasta Irala o Cucha-Cucha, según soplase el viento, y era el propio mundo que saltaba en pedazos? Aquel año del encuentro engendró para la fiesta de San Isidro Labrador, de este pueblo protector, sus famosas piezas pírricas de formidable combustión. Las piezas pírricas mediante fuegos fijos, esto es, que hacen su efecto sin dar vueltas, según se conocían hasta entonces, eran fáciles de prender mediante el simple recurso de mechas de comunicación. El maestro Pelice, en cambio, que era un verdadero artista creativo, prosiguiendo y mejorando los fogosos estudios del maestro Ruggieri, perfeccionó in extenso los fuegos pinicos alternando piezas fijas con piezas giratorias, lo cual es de suma perfección si se tiene en cuenta que el movimiento de rotación se opone per sea que se establezca la comunicación entre las piezas. El sutil rebusque se basaba en una fuerte broca colocada horizontalmente sobre un sólido poste de madera y que servía de eje a todas las piezas, de las más simples a las más complicadas, combinando en ajustada competencia de ingenio soles fijos, estrellas, glorias, patas de ganso, aspas de molino y las maravillosas espuelas de fuego de su exclusiva invención. Inspirado por la alada figura de la señorita Haydée, el señor Pelice llegó incluso a fabricar aquella atronadora pieza en espiral, compuesta de fuegos giratorios y de una hilera de lanzas que suben circularmente y forman, cuando la pieza gira, una espiral de fuego de enorme pasmo y majestuoso incendio, que disparó para la noche del 9 de Julio de 1935. Esa misma noche, en la casita que habitaba en las afueras del pueblo sobre el camino de tierra a las Aguas Corrientes, después de encender cuantas velas y lámparas tenía y distribuirlas por toda la casa y aun en el jardín, el señor Pelice se estableció frente a su escritorio de persiana y tras Perfumada noche suspirar largamente mientras se rascaba la cabeza con una lapicera de pluma de pavo escribió con su hermosa letra bastarda de curvas rotundas y el sesgo conexivo de 309, como se prescribe, la misma con la que copiaba las fórmulas del maestro Julio Rossignon, autor del Nuevo Manual del Cohetero y Polvorista editado por la librería de la Vda. de Ch. Bouret, su primera carta a la señorita Haydée, inspirada libremente en el Corresponsal del Amor, Estilo Moderno de Cartas Emotivas y Pasionales. Como, según las apariencias, sobrepasaba en varios años a la señorita le pareció atinente utilizar como modelo la carta de un viudo pidiendo relaciones a una soltera, aunque él, con propiedad, no fuese viudo de mujer sino más bien viudo de costumbre. Releyó un par de veces la carta a la luz de la lámpara de aceite de tubo alto y luz espesa, que era su preferida y que cuando se adormecía lo despertaba con breves y susurrantes chisporroteos de la mecha, como si chamuyara. La plegó con cuidado, la besó ladeando sus bigotes de manubrio y la metió en un sobre perfumado. A esta carta nocturna siguieron otras muchas, puntualmente una por semana, pero el señor Pelice no llegó a despachar ninguna. Prefería rellenar con ellas las bombas de estruendo, que ahora sonaban un poco más apagadas o huecas, aunque sólo él lo notase, y desparramarlas en mil pedacitos sobre los techos del pueblo. Algunos de esos pedacitos cayeron en el patio de canteros elevados de la casa de la señorita Haydée Lombardi, aunque lamentablemente el día de la carrera de las Doce a Bragado, cuando disparó una bomba para la largada, un papel chamuscado que decía "Mi adorada Haydée" cayó con tan mala leche que fue a dar en el patio de la señora Haydée Bonsignore y más precisamente casi a los pies del señor Bonsignore, que tenía la sangre caliente, y se armó una podrida de calendario. El señor Pelice seguía transcurriendo exacto, puntual todas las tardes por frente a la casa de la calle Saavedra y allí estaba siempre la señorita de visu, cada día más blanca y leve, casi transparente. La señorita Haydée Lombardi murió de tabardillo