Revista Rocamadour Revista completa | Page 19

Haroldo Conti Perfum ada noche Por Haroldo Conti 19 es suceso chiquito, desdibujo, entreluces. Este pueblo no fue así desde el comienzo, como uno imagina. En su momento fue pueblo niño. Antes no estaba el molino de Rodríguez ni la fábrica de fideos de Basile era como es ahora con un alto letrero encendido en la punta, sino de madera bien seca y engrasada, es decir, lista para encenderse en cualquier momento como finalmente sucedió bien solemne y entonces, después, sobre las cenizas vino esta otra, de fuerte cemento y letrero penachudo, ni estaba siquiera esta estatua de San Martín que cabalga sereno entre las copas de los árboles, ni el blanco palacio de la Municipalidad tan gobernante, ni aun la avenida AIsina de cemento lisa embanderada de letreros a los costados. Esto es, hay otro pueblo por debajo de este, y otro y otro más con tapialitos amarillos de sol y callecitas de tierra. Y por una de esas callecitas ahí viene el señor Pelice con sus botines de becerro, su traje de gabardina negra y su panamá copudo, a los pasitos, muy de cuerpo presente. Viene. Y ese fue el minuto y la luz del señor Pelice. (A mi tía Haydée, para que nunca se muera) La vida de un hombre es un miserable borrador, un puñadito de tristezas que cabe en unas cuantas líneas. Pero a veces, así como hay años enteros de una larga y espesa oscuridad, un minuto de la vida de un hombre es una luz deslumbrante. El señor Pelice tuvo ese minuto y esa luz. Pocos lo recuerdan en este pueblo. Algunos, los más concisos, piensan que murió realmente de vejeces. La muerte es según, como la vida. Es otra vida, justo, otra forma de consistir, no un per saecula definitivo, nada absoluto, ninguna cosa extravagante porque también es de ser, aunque en artículo mortis. De modo que el señor Pelice sigue siendo todavía. La muerte, ya que viene al caso, Porque no va que ve por primera vez a la señorita Haydée Lombardi en la puerta de su casa, en la calle Saavedra, al lado de la confitería Renacimiento, que está en la esquina de Pueyrredón y Saavedra, aquella opulenta casa con un tejado a la Mansard con espiga, tragaluces, cresta, veleta, buharda y chimenea, que se ennegrecía al atardecer y boyaba como un barco en el alto cielo y ella allí, en la puerta, para siempre desde ahora, blanca y frágil y perfumada, figurín, Haydée Lombardi, para sueño y música. Al señor Pelice le hizo un ruido el corazón y la amó desde ese mismo momento. Jamás cruzaron palabra pero él desde entonces se quitaba puntualmente el panamá frente a aquella puerta a las seis de la tarde en invierno y a las ocho en verano, y ella inclinaba apenas la cabeza y casi sonreía. Para el señor Pelice fue el momento más brillante de su vida lo cual es bastante textual porque, como se sabe, el señor Pelice era el cohetero más reputado de la zona.