Haroldo Conti
Perfum ada
noche
Por Haroldo Conti
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es suceso chiquito, desdibujo, entreluces. Este
pueblo no fue así desde el comienzo, como uno
imagina.
En su momento fue pueblo niño. Antes no estaba
el molino de Rodríguez ni la fábrica de fideos de
Basile era como es ahora con un alto letrero
encendido en la punta, sino de madera bien seca y
engrasada, es decir, lista para encenderse en
cualquier momento como finalmente sucedió bien
solemne y entonces, después, sobre las cenizas
vino esta otra, de fuerte cemento y letrero
penachudo, ni estaba siquiera esta estatua de San
Martín que cabalga sereno entre las copas de los
árboles, ni el blanco palacio de la Municipalidad
tan gobernante, ni aun la avenida AIsina de
cemento lisa embanderada de letreros a los
costados.
Esto es, hay otro pueblo por debajo de este, y otro
y otro más con tapialitos amarillos de sol y
callecitas de tierra. Y por una de esas callecitas ahí
viene el señor Pelice con sus botines de becerro,
su traje de gabardina negra y su panamá copudo, a
los pasitos, muy de cuerpo presente. Viene. Y ese
fue el minuto y la luz del señor Pelice.
(A mi tía Haydée, para que nunca se muera)
La vida de un hombre es un miserable borrador,
un puñadito de tristezas que cabe en unas cuantas
líneas. Pero a veces, así como hay años enteros de
una larga y espesa oscuridad, un minuto de la vida
de un hombre es una luz deslumbrante.
El señor Pelice tuvo ese minuto y esa luz. Pocos lo
recuerdan en este pueblo. Algunos, los más
concisos, piensan que murió realmente de
vejeces. La muerte es según, como la vida. Es otra
vida, justo, otra forma de consistir, no un per
saecula definitivo, nada absoluto, ninguna cosa
extravagante porque también es de ser, aunque en
artículo mortis. De modo que el señor Pelice sigue
siendo todavía. La muerte, ya que viene al caso,
Porque no va que ve por primera vez a la señorita
Haydée Lombardi en la puerta de su casa, en la
calle Saavedra, al lado de la confitería
Renacimiento, que está en la esquina de
Pueyrredón y Saavedra, aquella opulenta casa con
un tejado a la Mansard con espiga, tragaluces,
cresta, veleta, buharda y chimenea, que se
ennegrecía al atardecer y boyaba como un barco
en el alto cielo y ella allí, en la puerta, para
siempre desde ahora, blanca y frágil y perfumada,
figurín, Haydée Lombardi, para sueño y música.
Al señor Pelice le hizo un ruido el corazón y la
amó desde ese mismo momento. Jamás cruzaron
palabra pero él desde entonces se quitaba
puntualmente el panamá frente a aquella puerta a
las seis de la tarde en invierno y a las ocho en
verano, y ella inclinaba apenas la cabeza y casi
sonreía. Para el señor Pelice fue el momento más
brillante de su vida lo cual es bastante textual
porque, como se sabe, el señor Pelice era el
cohetero más reputado de la zona.