Almayer 4
ovaciones.
La memoria es traicionera, pero jamás olvidaré
cuando me llevó al plantón por el fraude del 88,
cuando se cayó el sistema. Colocaron mantas y
plásticos en la Cancha Principal, el palacio municipal
se encontraba ahí. Eran pocos los que estábamos en
plantón, nos echaron a los soldados y una lluvia
torrencial como solo hay en la costa, cayó sobre todos.
Ahí fue cuando comencé a marchar con ella. No era ni
adolescente cuando Buyita ya me había enseñado a
botear, a repartir volantes, a saber lo que era un oreja,
un esquirol, un guacho, un juda, una madrina, lo que
era impunidad, fraude, represión, censura, lo que era
gritar “prensa vendida, por eso estás jodida”. Los
ochenta, y previo los sesenta, los 50, eran años
funestos para luchar por los derechos humanos, ni
siquiera existía esa palabra. El cacicazgo era pan de
todos los días, la línea a los diarios también era común,
el chayo y la corrupción que no se ha ido.
Pero madre tenía virtudes, como la de ser
rotundamente directa; a veces con sentido del humor
negro, y otras, muy ácida, pero siempre obstinada y
fiel a sus ideales. Tenía demasiados ideales. Amar a
sus gatos.
Madre era humana también, a la par de la heroína, la
patriota y revolucionaria. Siempre buscando la
verdad, estaba la mujer que lloraba de saber que su hija
no se curaría. Ella, la agnóstica, la no creyente, la
científica, a veces cedía ante ese dios católico. Muchas
veces la vi llorar, otras sólo suspirar cuando de
madrugada teníamos que salir al hospital y hacer fila
para una cita médica, y otras, fuimos hasta a un templo
con paredes rojas y cortinas negras donde una pastora
nombraba algo y pedía que “la varona” se curara. O
cuando fuimos a esos templos de gente desesperada en
busca de una cura, la larga fila de Tlacote, Querétaro, y
ella toda adolorida porque durmió chueca en el asiento
de un camión a la espera del agua milagrosa. Una fila
larga junto a pacientes inválidos, moribundos o
leprosos.
Toda su última vida la dedicó a su pareja, a mi
enfermedad y a su rebeldía. Aún recuerdo cuando
inició con el grupo de Mujeres por la Paz, en un lejano
Zihuatanejo gobernado por priistas, por caciques
priistas que solapaban policías, judiciales y matones a
sueldo, aunque suene lo mismo. Recuerdo cuando nos
convenció a tomar una calle y plantarnos en medio
hasta que el ex alcalde priista Armando Federico, diera
la cara por los crímenes a jóvenes que habían sucedido
en su trienio. O como cuando entre ella, Graciela
Álvarez, Lupita Ruíz y otras compañeras, trajeron el
primer taller de derechos humanos dirigido a la
policía municipal, para sensibilizarlos y no violaran a
las personas.
Para finales de los 90, los pescadores, comerciantes,
lancheros y ella en medio, van a detener la
construcción de un espigón, el espigón de Puerto Mío.
Su lucha fue así, yendo a congresos y encuentros a dar
conferencias, exponiendo el problema de las
privatizaciones gracias a que con otras valiosas
mujeres como Malú Armenta Solís, Érica Serrano
Farías, María Luisa Martínez, Trinidad Espino Anzo,
forman la Red de Organizaciones y Grupos
Ambientalistas de Zihuatanejo (Rogaz), llevando en
2005 el caso de Zihuatanejo al Tribunal
Latinoamericano del Agua (TLA), incluso en estos
últimos 10 años habló de la contaminación a la bahía,
los peligros del capitalismo voraz y los mega
desarrollos salvajes.
La bahía de Zihuatanejo que la vio llegar un 8 de
noviembre de 1968, acompañada de sus hijos
Gerardo, Román y Sergio.
El puerto donde conoció a mi padre, Sergio Castro
Aburto, quien fuera su gran compañero de vida
durante 37 años de intenso amor, intensa vida de
ambos.
No he podido escribir de toda la belleza de sus actos,
me preparo, escarbo, pero mi memoria no recuerda
más que momentos, claros momentos que, ahora son
historia, y escucho su nombre, Obdulia Balderas
Sánchez, hija de Simón Balderas Soria y Silviana
Sánchez Aparicio. Hablo de ella, aunque en realidad
ahora quisiera abrazarla.
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