Era así como me enfrentaba al ser de
maestra y a mi concepción de la
escuela, y dicha concepción estaba
cimentada en los años más tiernos,
débiles y vulnerables para el mundo,
mi infancia. Así me sentí, cuando al
ingresar a la institución donde
realizaría mis prácticas, constaté que
era el lugar donde había pasado mis
primeros años de escuela.
Tras todas estas emociones, recorría
algunos pasillos con la maestra
cooperadora, ella narraba los
conflictos de la escuela con aires de
toda una experta… para mí eran solo
susurros. Yo no estaba escuchando
nada, solo podía escuchar mi
memoria y mi razón lanzándome
miles de interrogantes, los recuerdos
parecían aplastar las idílicas y loables
teorías de la educación existentes, y
evidentemente yo estaba con ellos,
porque las teorías estaban en mi
mente y sus prácticas en mi ser.
¿Cómo entraría entonces al salón? Y
¿qué hacer luego, sentarme o
pararme delante de ellos? Por un
momento tuve la leve sensación de
ser una estudiante más y sentarme
para unirme a la rebelión y la
indisciplina de la clase y esta vez no
ser la niña callada y temerosa,
en cambio, pararme y gritar… decir
que no somos recipientes, mucho
menos de plástico sino de vidrio,
delicados y frágiles ante las
imperantes palabras, gestos y
actos en nombre de nuestra
amada, gloriosa e inmortal
educación. Solo pasó en mi mente…
la clase comenzó…
…Y no ha terminado. Cada día de
práctica está la misma pregunta,
¿cómo? ¿Acaso el ser humano
necesita ser presionado para
aprender? Otras veces ¿infundir
temor? Peor aún, creer que somos
números y al salir de la escuela
somos ¿un 1.0, o un 3.5 o un gran
5.0? la educación debe ser humana,
sino ¿qué somos? El conocimiento
es como el aire para la vida del
hombre, necesitamos saber,
conocer y entender, no de manera
estandarizada, selectiva o
jerárquica, más bien explorarnos y
encontrarnos, a tal punto que en
vez de destruirnos podamos
construir, ¿sino cuál sería el fin de
la escuela?
Manuela Suárez García
Est Licenciatura Hum Lengua
Castellana.
Semestre VIII
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