Crónica
DE UNA NIÑA MAESTRA
Uno llega a la escuela- entendida
como ese espacio en el que se
alberga a cientos y cientos de
personas, niños y jóvenes- a enseñar,
instruir y formar. Uno en la mayoría
de casos, se arma de teorías
pedagógicas, sociales y educativas, y
se acerca a otras disciplinas:
filosóficas, psicológicas y médicas, y
cuando supone la magistral aplicación
de todo este armamento, se siente
uno al filo de la inmensidad humana,
en la más clara impotencia y en el
más absurdo silencio del hombre.
Esto no, es más, que la clara idea de
no tener idea de cómo llegar a las
fibras de los seres humanos.
La escuela se vuelve un escenario
donde el ruido, las acciones, los
gestos, los juegos, las conversaciones
y los silencios, son las pinceladas de
un mundo intangible, desconocido, en
el que uno se encuentra con el del
otro. Miradas perdidas, inquietantes
y vivas, otras casi muertas, pasos por
inercia, otros vitales, unos sin
rumbo… y ¿el propósito?
Recibir algo que no han pedido,
pero necesario para el movimiento
de la vida, más aun, para
sobrevivir a ella. Se tornan
entonces fichas de un ajedrez,
madera por pulir, tela por pintar, y
en este laborioso trabajo el
maestro puede fallar. Como bien
escuchamos desde diferentes
discursos la escuela es la
encargada de: La formación de los
futuros ciudadanos, la educación
construye los pilares de la
sociedad, en nuestras manos está
el futuro de Colombia. Brillante.
Uno termina preguntándose si en
nuestra realidad uno se educa
¿para formarse y ser seres
humanos integrales? o ¿para
sobrevivir?
Es difícil el momento en que uno
se encuentra con la “realidad “y
con mi propia realidad. Es decir,
hacemos de nuestras vivencias,
realidades y, más que esto,
significaciones de lo que es el
mundo, la sociedad, la escuela.
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